El corresponsal deslenguado: Enric González en Londres, Nueva York y Roma

Hace unos años, para mi cumpleaños número 50, mi buen amigo Frederic Vincent no me regaló un libro. Me regaló tres.

Los tres libros son cortitos, pero eso no les quita mérito. Son unas deliciosas… es decir, unos deliciosos… ¿qué?

¿Cómo definir lo que hace el aún joven pero ya legendario corresponsal del diario El País Enric González en sus ensayos históricos, recorridos peripatéticos, perfiles, anécdotas y debates alrededor deLondres, de Roma y de Nueva York?

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Vamos por partes, así podré contarles cómo llegué a compartir la casi infinita admiración que siente Freddy por este fino estilista disfrazado de rudo fajador. Resulta que González pasó la mayor parte de la primera década del siglo XXI como corresponsal en tres ciudades maravillosas: Londres, Nueva York y Roma, y estos libros surgen de esas estancias y se esparcen por doquier.

Su método es este: cuando Enric González está en una ciudad, además de matarse trabajando para contar a sus lectores de El País lo que pasa en la política, la economía y la cultura de cada país (cuando estaba en Estados Unidos fue aquello del 11 de septiembre, y cuando estaba en Roma se le muere el Papa, por ejemplo), va paseando, hablando con los nativos, tomando notas, tomando cafés y aperitivos, tomando lecciones de cómo ser un buen romano, un buen londinense, un buen neoyorquino.

Y en la ciudad siguiente, mientras trajina las noticias y se empapa de su nuevo ambiente, escribe una carta de amor y nostalgia a la ciudad de la que se fue en forma de libro. Él mismo dice que es el autor de títulos más perezoso del mundo, y no hay con qué rebatirle. Los libros, editados por RBA, se llaman Historias de Londres, Historias de Nueva York e Historias de Roma.  

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A las tres llevó su curiosidad inextinguible, su sentido del humor que empezó siendo catalán y que ya tiene de lo mejor del humor inglés, del neoyorquino y del itálico, a su esposa Lola, a la vez fantasma y baluarte del sentido común en los tres libros, y una gata, Enough.

Enough, como su nombre lo indica, es producto de la estancia en Londres, donde gracias a ella trabó relaciones con sus vecinos y aprendió sobre la importancia de las mascotas en la vida familiar británica.

En Roma, ya vieja y cansada, Enough llega al final de su vida terrenal, y a González le sirve para internarse en los laberintos de la burocracia italiana.

Londres se entiende en sus dos mundos: el este y el oeste, el lado rico y el pobre, el mundo de los clubes exclusivos y los callejones donde merodeaba Jack el destripador.

Roma se entiende a partir de las dos religiones que gobiernan la ciudad: el fútbol y el Vaticano.

Nueva York se explica, en cambio, por períodos históricos: la era hippie en el Village, la lucha por los derechos civiles en Harlem, el mundo desvergonzado del dinero fácil en el Wall Street de la era Clinton.

Y en las tres ciudades, González nos acerca a la cofradía con más de amistad que de competencia feroz entre los corresponsales de medios españoles.

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Este verano, ya instalado en Santiago de Chile, volví a esos deliciosos libros de Enric González, al verlos en librerías santiaguinas reeditados y agrupados en un tomo robusto que incluye las tres (Todas las historias y un epílogo, RBA, 2018).

Me recordó el pasaje de los también breves y sabrosos libros de Italo Calvino, El caballero inexistente, El barón rampante y El visconde demediado, publicados tras la muerte del autor en un solo tomo con el nombre de Nuestros antepasados (Ed. Siruela, 2019).

Lo de Calvino es fábula, invención que ayuda a entender la realidad. Lo de González es estricta no ficción poética, que invita a soñar.  

Nunca sabes con qué te va a salir Enric, pero con qué gracia, con qué juguetona precisión cuenta sus historias. Uno termina con la idea de que el corresponsal González no cree en nada, y por eso mismo, termina haciéndote creer en el poder de la palabra para hacerte viajar en un plisplás a las grandes ciudades donde ha recalado.

Ahora, después de salir airado y volver en gloria a El País, está en Buenos Aires. Preparémonos.

El planeta desde el que miran a Bach

La NASA informó que según datos del telescopio espacial Kepler, hay un planeta muy parecido al nuestro, casi del mismo tamaño, cuya distancia a su pequeña estrella hace que tenga una temperatura y una atmósfera que podrían alojar agua y vida.

Por el sistema de ir llamando los cuerpos celestes descubiertos por ese telescopio, bautizado en honor del astrónomo del mismo nombre, se llama Kepler-1649c. En la ilustración, puesto al lado de una foto de la tierra, parece idéntico: de hecho, tiene 1,05 veces la superficie de nuestro planeta.

¿Habrá vida en Kepler-1649c? ¿Nos estarán mirando? ¿Nos habrán descubierto?

La tierra y Kepler-1649c

El problema es que este planeta está muy lejos: a 300 años luz. A mí lo que más me fascina en esto de las distancias siderales es cuando la lejanía se transforma en tiempo. Recuerdo cuando en el colegio entendí que un año luz no es una medida de tiempo sino de distancia, pero de distancia medida en los años que tarda la luz, tan veloz en nuestras cercanías terrestres, en llegar a un confín a otro de la galaxia.

300 años luz. Eso significa que, si nos están mirando, los instrumentos presumiblemente avanzados de los keplerinos están viendo ahora lo que pasaba en la tierra en 1721.

Como tengo muchas cosas que hacer, pero una pregunta como esta no admite dilación, me puse a buscar qué nos estaba pasando en 1721.

Ese año, los dinamarqueses poblaron Groenlandia, se fundó la Universidad de Caracas, subió al trono de Pedro el papa Inocencio XIII, murió el pintor Antoine Watteau y nació la Condesa de Pompadour.

Nada espectacular.

Pero algo extraordinario sí pasó en 1721, que es hoy mismo para los observadores de Kepler-1649c.

En su modesto estudio en Köthen, soñando con cambiar de destino y conseguir un puesto en la corte del marqués de Brandemburgo, Johann Sebastian Bach se afanaba componiendo sus Conciertos brandemburgueses.

Imagino, en esa lejanía que se transforma en tiempo, que una raza avanzada de keplerianos, con un instrumento inimaginable para nosotros, está ahora asomándose a la ventana de gruesos vitrales y a la mesa rústica del compositor, mientras crea su milagro de música instrumental, para flauta y trompeta, para dos violas, para flautas dulces, para un violín punzante y para el clavecín que, en el solo al final del primer movimiento del quinto concierto se lanza a jugar, como si improvisara, con la máxima libertad creadora y una extrema precisión rítmica y tonal.

Ahí está ahora el viejo Juan Sebastían, componiendo música celestial y soñando con un puesto de sirviente mejor que el que tiene, y para el que coloca al comienzo del paquete con sus partituras una carta en que pide al duque de Brandemburgo indulgencia para sus limitados medios, dada la gran sapiencia de tan distinguido señor.

El duque de Brandemburgo nunca abrió el paquete con estas maravillas, que nunca fueron tocadas en su salón, y nunca se consideró a Bach para un puesto en su corte; tendrá que esperar un lustro más para finalmente poder irse de la marchita corte de Köthen, a servir a los adustos y obtusos obispos de Leipzig, para quienes compuso sus dos pasiones, y que tampoco reconocieron su valía.

Más de un siglo después de la muerte de su autor, en la biblioteca de la corte de Brandemburgo se encontraron, sin abrir, estas partituras. Pero para que puedan ver eso los keplerinos todavía falta un siglo. Y otro siglo más para que este planeta se abra al mayor genio musical de la historia.  

Duele hoy la forzada humildad del genio. John Eliot Gardiner, un gran escritor y el mejor intérprete actual de la obra de Bach, se pregunta cómo se veía Bach en su monumental tratado sobre la obra del genio.

En Música en el castillo del cielo, Gardiner estudia con amor e infinito respeto y profundidad todo lo poco que nos queda de la vida y el personaje más allá de su música.

¿Sabía Bach que era un genio? ¿Sabía que era más grande y sería mucho más valioso y perenne que los pomposos nobles y obispos a los que servía y a los que pedía humildemente migajas?

¿Sabía que su obra sería inmortal?

Me da escalofríos pensar que hoy, ahora mismo, desde un planeta como el nuestro a 300 años luz de distancia, unos seres seguramente más avanzados que nosotros lo están espiando mientras entinta su pluma y anota en su pentagrama manchado otra corchea milagrosa.