El que no salta

Recuerdo perfectamente cuando escuché por primera vez el himno que desde entonces me representa.

Era adolescente, vivía bajo dictadura militar, se jugaba el Mundial de 1978 en mi país y todos saltaban felices por el triunfo. En la final y después, en las calles, entre banderas y cornetas, se cantaba “El que no salta es un holandés”.

Holanda era la selección a la que le habíamos ganado la final de ese mundial, en un estadio abarrotado a pocas cuadras de la Escuela de Mecánica de la Armada, donde se torturaba a los prisioneros políticos.

Y yo mientras escuchaba un casete grabado de otro casete que me pasó un amigo del colegio. Y ahí estaba. Mi himno, el de la patria común de los que no siguen las órdenes de la corneta militar ni las arengas pomposas de los que se escudan en el nacionalismo para ocultar sus intenciones oscuras.

Lo compuso y lo sigue cantando para los inconformes del mundo Georges Brassens, y se llama La mala reputación. Hay una versión gamberra y exacta que tradujo y canta Paco Ibáñez, otro juglar anarquista.

Cuando la fiesta nacional

Yo me quedo en la cama igual,
Que la música militar
Nunca me pudo levantar.
En el mundo pues no hay mayor pecado

Que el de no seguir al abanderado
Y a la gente no gusta que
Uno tenga su propia fe

Yo estaba escuchando ese casete en mi cama, y me vino la iluminación, como le viene a un adolescente que busca su propio camino, “su propia fe” y se convoca a sí mismo a una revolución pacífica y solitaria.

Desde entonces, supe cuál era mi lugar. Yo era el que no salta. El que no sigue al abanderado, el que no sigue la consigna de los que mandan. Mundial y Dictadura fueron para mí desde entonces la misma cosa. La estupidización de las masas, el cantar y saltar todos a una, no para expresar la propia alegría sino para censurar y basurear al que no se une a la alegría obligatoria, dictatorial.

Desde entonces, el que no salta soy yo.

Con Brassens y Paco Ibáñez, yo iba a estar siempre en el bando de los insumisos. Tres años más tarde, en el servicio militar obligatorio, a la mañana del primer domingo de la instrucción, el capellán naval, un cura con pistola al cinto, que venía de cumplir funciones en la Escuela de Mecánica de la Armada, convocó a todos los conscriptos a misa. Y ordenó que los que no fueran sufrieran un duro castigo.

Recuerdo esa mañana, y las siguientes mañanas de domingo durante la instrucción. Con silbatos y golpes corrimos hasta la extenuación, nos tiramos al barro, hicimos miles de flexiones, corrimos otra vez. Al que no podía levantarse, lo ponían al medio y los otros teníamos que pegarle, porque por su culpa debíamos seguir corriendo.

Nunca pensé que los católicos o los que fueron a misa para evitar el castigo fueran culpables de nada. ¿Quién puede juzgar al que cree o al que tiene miedo en el cuartel en dictadura? Pero los represaliados, los otros – ateos, judíos, musulmanes, testigos de jehová, hare krishna, quién sabe qué – los que no íbamos a la misa del capellán naval, esos eran mis hermanos.

Los míos. Los que no íbamos a misa. Los que no saltábamos.

Después me mandaron a la guerra de Malvinas (sí, yo soy uno de los “pibes de Malvinas que jamás olvidaré” de la canción de este Mundial). Volví más pacifista, más anarquista, menos seguidor de la corneta militar. Decidí entonces que mi patria iba a ser la humanidad y los valores humanistas.

Nunca seguí un Mundial. Me alegré por la victoria argentina en México 86, pero lo vi más como un borrar la vergüenza del triunfo sucio del 78. Y admiré a Maradona, un chico pobre que cumplía el sueño y traía la alegría a gente que yo quería. Eso era suficiente.

Después todos los mundiales me tocaron fuera del país. Viví en Costa Rica, en Nueva York, en Barcelona, ahora en Chile.

Y ahora, en este diciembre de 2022… ahora es distinto. Ahora me siento convocado. ¿Cambié?

La final del Mundial en la residencia del embajador argentino. Foto de Emilia Shabnam, Depto. de Prensa de la embajada

Voy contento a ver todos los partidos de mi selección en los jardines de la residencia del embajador argentino en Chile, Rafael Bielsa, un hombre culto y abierto a escuchar, que decidió que sus compatriotas serían bienvenidos en su casa. Me mezclo con decenas de jóvenes con camisetas de la selección, gritamos, saltamos, cantamos el himno, nos angustiamos cuando ataca el otro equipo, nos admiramos por la destreza de Messi.

Saltamos y nos abrazamos. Me siento con Carmen y Laura, mi familia chilena, en casa. Ya no guardo la bronca de la dictadura. Detesto a los que la defienden, pero desde la calma, desde una paz lograda por años de trabajos y diálogos con los distintos. Y encontré mi identidad de argentino estilo Brassens, estilo Paco Ibáñez. Sin insultar a nadie, viviendo con alegría la fiesta popular.

Eso sí, cuando cantan “El que no salta es un inglés”, yo no salto, no canto.

Los que animan a los jugadores y celebran a Diego y a Lionel sí son los míos. Pero que cada uno salte si quiere. Jamás voy a ser de los que persiguen a los que no se paran a cantar el himno, a los que no siguen al abanderado. Mi patria es tanto la de los que respetuosamente se hacen a un costado, y quieren estar solos, como la de los que alegremente quieren pertenecer, el abrazo buscado y querido.

Por eso, aunque suene contradictorio, yo sigo siendo el que no salta.

Y soy también el que acá está, saltando, en este bello jardín, feliz y porque quiero.  

Publicado en el medio digital argentino Infobae después de la semifinal del Mundial de Catar, el jueves 15 de diciembre de 2022.

Una final del mundo en la casa del embajador

Las embajadas y las residencias de los embajadores son legalmente territorio del país que representan, como si fuera una tierra fuera de lugar. Muchos no lo saben y para mí no significaba nada hasta ahora.

Pero algo extraño y maravilloso pasó en estos días en el centro de Santiago de Chile. En este mes mágico, los verdes jardines, poblados de árboles frondosos que lanzan florcitas amarillas de la residencia del embajador argentino se transformaron en suelo de la patria de los argentinos que vivimos en Chile.

Ambiente en la final del Mundial en la residencia del embajador argentino en Santiago. Foto de Carmen Sepúlveda

Como argentino que vive y trabaja feliz en Santiago, como vecino de ese edificio señorial que lame la Zona Cero del Estallido, por Vicuña Mackenna a pasos de Plaza Italia, durante el mundial la casa de Rafael Bielsa fue también la mía y la de decenas de compatriotas.

Todo empezó cuando unos 300 argentinos recibimos la invitación a ver el segundo partido del Mundial, el Argentina-México, en el la casa del embajador. Yo pensaba que iba a ser una ceremonia de corbatas y sillones en el auditorio, y me encontré con una fiesta de pantallas gigantes en el jardín, con choripán y Cocacola.

Éramos unos 50, y me gustó tanto que decidí volver, aunque no soy futbolero y vi muy poco de los mundiales anteriores.

Para el duelo con Polonia ya éramos más de 100, y las pantallas se movieron al fondo del jardín. Rafael Bielsa, fanático del fútbol y de su Newell’s Old Boys, pasión que comparte con su hermano menor, Marcelo, el recordado entrenador de la Roja chilena, me dijo que su misión era abrir la casa a todos los argentinos. Los funcionarios de la embajada me confirmaron que estos festejos populares no se veían en tiempos de otros diplomáticos.

Vino el partido de octavos de final contra Australia y el jardín se llenó, aparecieron las medialunas con dulce de leche, y el perro del embajador, un majestuoso Golden que lucía orondo la camiseta de la selección, se adueñó del espacio y correteó con los perros que traían varios hinchas.

Y llegó la etapa de cuartos y semis, a todo o nada. El partido con Países Bajos tuvo un final de infarto que cimentó la relación de la hinchada argentina con su selección en todo el mundo, y en el jardín de Vicuña Mackenna provocó un estallido de bombos y platillos, con la esposa del embajador bailando feliz con la hinchada. En mis casi 30 años por el mundo, nunca había vivido una escena similar en las embajadas de mi país. En vez de tomar el micrófono y atribuirse el éxito del convite, Bielsa se paseaba tranquilo por el césped o, en los últimos partidos y aquejado de los efectos del Covid, veía el partido en su habitación, mientras una multitud vociferante saltaba en su jardín.

La semifinal ante Croacia, el partido más plácido de todos, fue una fiesta colectiva. Ya nos conocíamos: la señora con el penacho de plumas celeste y blanco en la cabeza, el muchacho con el bombo que combinaba el escudo del Racing Club de Avellaneda con el cóndor y el huemul de la enseña chilena, las chicas rubias que saltaban y prometían su amor a los jugadores de la pantalla, el ‘sacado’ que insultaba al árbitro, como si pudiera escucharlo.

Y minutos antes del intervalo, se esparcía de entre los árboles el invitante humo de los choripanes y empezaba a poblar las mesas del jardín los cuencos con el inimitable chimichurri de los asados rioplatenses.

Y llegó la gran final. Se tuvo que cerrar la inscripción online porque ya eran más de 800, y desde una hora antes del partido había colas en las afueras de la puerta de hierro del predio. Éramos casi mil. La esposa del embajador lucía una camiseta con la discutida y festejada frase de Leo Messi después del partido con Países Bajos: “Qué mirás, bobo”.

Los funcionarios de la delegación, con camisetas de la selección argentina, iban y venían con cajas (ya no bandejas) de choripanes. Cuando Francia empató al final del partido y otra vez al final del alargue, se sentía como si estuviéramos en el estadio: gritos, cantos, bombos, aplausos, lágrimas, sufrimiento.

Y ganamos, y se desató la danza colectiva, mucho más catártica por lo que sufrimos al final. Tres canales de televisión se acercaban a los festejantes, que no tenían palabras, después de 36 de esperar la copa del Mundial.

El último triunfo, en México 1986, había sido un año antes de que naciera Lionel Messi.

Y salimos a la calle, y ahí estaba la verdadera fiesta: cientos de argentinos habían inundado Vicuña Mackenna con más bombos, y banderas y camiseta de al menos cuatro equipos del país, más camisetas de Messi (casi todas) y de Di María y De Paul. Se hicieron las cuatro, las cinco, y seguían llegando de todos lados con banderines y ‘remeras’ celeste y blanca a bailar la canción de La Mosca (“Muchachos, ahora nos volvimo’ a ilusionar…”), y a gritar Argentina, Argentina, y hasta a desgañitarse cantando el Himno nacional.

Cuando pensé que esa alegría desatada frente a la residencia y el consulado eran el ojo del huracán de los festejos argentinos en Santiago, camino hacia la Plaza donde estaba la estatua de Baquedano… y ahí había más hinchas, más banderas, más bombos y más “Muchachos”. ¡La plaza estaba inundada!

En las redes me llegan celebraciones de todo el mundo, pero esta del epicentro de las protestas y los festejos de los chilenos, me dejaron turulato. Nunca pensé que había tantos argentinos en Santiago, ni que nuestra victoria querida y merecida fuera acompañada con tanta alegría por nuestros amigos trasandinos.

La adusta sede del embajador fue la casa de los argentinos en un enloquecido mundial que nos hermanó pese a tantas diferencias internas. Y por un día, la Plaza Dignidad fue la de nuestra alegría compartida con los chilenos y todos los latinoamericanos.

Hoy somos campeones. Y los argentinos de acá estamos doblemente en casa.

Esta crónica se publicó el domingo 18 de diciembre de 2022 en la revista digital chilena El Desconcierto

Muerte, sueños rotos y dinero: Temas eternos y contemporáneos en el ‘Trittico’ de Puccini

Fue un gran honor: me invitaron a colaborar como uno de los escritores melómanos en el libro de la temporada 2022-2023 de los Amigos (Amics) del Gran Teatre del Liceu de Barcelona. Cada año, un gran artista (esta vez Yago Hortal) pinta los títulos de la temporada, y una pareja de ensayista-crítico musical escribe sobre cada espectáculo. A mí me tocó el grupo de tres óperas cortas de Giacomo Puccini, y me lancé sobre lo moderno y lo eterno en sus temas. Recuerdo cómo lloré y reí cuando lo vi por primera vez en el Met de Nueva York. Publico mi visión de Il trittico en mi blog, ahora que se levanta el telón en el Liceu para los dramas de Giorgetta y Angelica y los engaños de Gianni, el bribón.

Yago Hortal – Il Trittico. 2022. Acrílico sobre aluminio. Uno de sus cuadros para el libro de Amics del Liceu para la temporada 2022-2023

Lo primero que llama la atención es el nombre. No es una trilogía, como El señor de los anillos. Giacomo Puccini quiso que sus tres óperas cortas llevaran el nombre pictórico de Tríptico. Como los retablos medievales, como El jardín de las delicias de El Bosco. Un espectáculo para apreciar como un conjunto. Y, sin embargo, no había pasado una década desde su estreno en 1918 en el Metropolitan de Nueva York, cuando ya la estaban despiezando.

La primera, Il tabarro (El abrigo), es un dramón verista donde el marido celoso termina asesinando al amante de su esposa, como en I Pagliacci y Cavalleria Rusticana. Habitualmente es programada junto con alguna de estas dos, para variar.

En la del medio, la tragedia ambientada en el siglo XVII Suor Angelica, una muchacha se embaraza fuera del matrimonio y su familia la encierra en un monasterio. Al recibir la cruel noticia de que su niño ha muerto, se suicida. En el Liceu se la vio por última vez en 2014 junto con Il prigioniero de Luigi Dallapiccola.

Y la tercera, Gianni Schicchi, es una comedia de enredos en que un pícaro arribista convence a los nobles familiares de un rico que había legado su fortuna a la Iglesia de hacerse pasar por el muerto para darles a ellos la fortuna… y termina legándose la parte principal a sí mismo. Está basada en un personaje de La divina comedia y ambientada en la Edad Media. La última vez que se la vio en el Teatro Real fue en una puesta de Woody Allen ambientada en la época de El padrino, y pareada con Goyescas de Enric Granados.

Puccini había conseguido un éxito tremendo con Tosca en 1900. Quiso desafiarse en algo nuevo, y eligió una estructura que remitiera a las tres partes de la obra maestra del Dante: Infierno, Purgatorio y Paraíso. Para la primera, se basó en la tragedia La Houppelande de Didier Gold, que había visto en París en 1912. Al año siguiente Giuseppe Adami ya había escrito el libreto y Puccini se puso a la obra. La terminó en 1917, pero le faltaban las otras dos partes. Fue el entusiasmo de otro libretista, el joven Giovacchino Forzano, que proveyó al maestro de los libretos del resto del Trittico.

A primera vista, estas historias no tienen punto de unión: ni de lugar (el París de los pobres, una abadía en las montañas, la Florencia de los ricos) ni de tiempo (van hacia atrás, desde la época de La bohéme a la de La traviata para terminar en la Edad Media). Pero encuentro tres temas centrales que atraviesan como estrellas fugaces los tres libretos y el espíritu cromático de las partituras, como golpes impresionistas de pincel, como si de verdad fuera este Trittico tres cuadros que dialogan ante la mirada del espectador.

El primer tema es el asunto eterno de la ópera: la muerte. Antes del comienzo de cada obra, hay una muerte que determina el desenlace: Giorgetta y Michele, los infelices esposos de Il tabarro, han perdido un hijo y desde entonces no tienen paz, ni alegría, ni forma de conectarse entre sí. Es el hecho determinante de su distanciamiento, que ninguno de los dos puede superar. Ella busca un amante y él lo mata. También Suor Angelica tiene una muerte antes de comenzar la acción, solo que la monja no lo sabe. Cuando la tía le dice con cruel frialdad que su hijo murió, antes de obligarla a renunciar a su herencia, a Angelica no le queda otra salida que el suicidio. Y en la comedia que cierra el trío, la muerte de Buoso Donati desencadena toda la trama. El hecho de que desde el comienzo de la acción el cadáver del rico florentino yazga en su cama, mientras sus deudos solo piensan en la tajada que les tocará, da un vuelco a la idea de la muerte como algo trágico que envenena a los vivos. Aquí es un grito de vida salvaje después de tanta tragedia.

El segundo tema son los sueños vanos, rotos, imposibles. Michele sueña con recuperar a su mujer, mientras ella sueña con escapar con su amante. Angelica sueña con volver a ver a su hijo. Los familiares de Buoso Donati sueñan con repartirse el palacio del viejo avaro. Son sueños condenados de antemano. Al final nadie se sale con la suya… excepto el personaje más cínico quien, sin embargo, como dictaminó el Dante Alighieri, termina peor que todos los demás: ardiendo en el infierno.

Y el tercero es el tema que hace a Puccini el primero compositor del siglo XX. En sus óperas brilla el dinero, o su ausencia. Pinkerton compra a Cio Sio San en el mercado de niñas de un país empobrecido. Los artistas de La boheme tienen que quemar las páginas de sus versos y partituras para no morirse de frío, y es la miseria la que mata a Mimí. Tosca pretende comprar la libertad de Mario con sus ganancias de cantante, hasta que entiende que Scarpia quiere otra cosa. Y en los tres argumentos del Trittico quien manda es el poderoso caballero. Michele condena a todos al ofrecer trabajo a Luigi, el amante de su esposa, para que no sufra hambre. La tía de Angélica la hunde en el abismo al ir a exigirle que ceda su herencia. Y es la herencia del difunto Buoso la que deja al aire la verdadera naturaleza, avariciosa y egoísta, de todos los personajes de Gianni Schicchi.

El Puccini que compone esta reflexión sobre los abismos del alma humana es el compositor más rico de su época. Ya no sufre penurias, pero quiere reflejar lo que lo rodeaba: la deshumanización de los sentimientos, el horror de Primera Guerra Mundial, el colonialismo feroz, el capitalismo salvaje que engulle niños pobres.

Los admiradores de las grandes historias de amor de Puccini suelen mirar en menos esta extraña trilogía sin aparente ilación. Sin embargo, es en los caminos de la muerte, la derrota de los sueños y el reinado del dinero que encuentro la solución del enigma y la razón de la importancia que daba el compositor a presentarlas juntas, como se verán esta temporada en el Liceu.

El Trittico es el preciso y aterrador Jardín de las delicias con el que el gran Puccini pintó los males de su tiempo. ¿Y el nuestro?

Las tres edades de Fito Páez

Con electrizantes versiones de sus himnos más recordados y una comunión amorosa con el público chileno, el rockero argentino sacudió la noche de Santiago en un único concierto. Repasó en orden todas las canciones de El amor después del amor a 30 años del disco más vendido del rock trasandino, y viajó hacia atrás y adelante en su carrera con la potencia intacta.

Hace tres décadas, El amor después del amor confirmó al rosarino Rodolfo (Fito) Páez como el genuino heredero del gran Luis Alberto (el Flaco) Spinetta como exquisito creador de letras simbolistas y armonías complejas, y de su ídolo Carlos Alberto (Charly) García como creador de melodías indelebles y frases que se pegan en la memoria.

Pocos discos aguantan salir a rodar varias décadas después y que tenga sentido que se presenten sus temas en el orden que un público fiel guarda celosamente en la memoria. Pienso en la penúltima gira de Joan Manuel Serrat antes de su despedida, volviendo a la vida su Mediterráneo tal cual nació hace medio siglo.

Pero Fito no vino a jugar con la nostalgia: en sus juveniles 59 (sí, sabemos que es “del 63”), sino a “rodar su vida” con versiones que pusieron más potencia, más velocidad, más rock en sus viejos éxitos.

Fito Páez en el Movistar Arena de Santiago. 2-12-22 Foto de Bastián Cifuentes Araya

Blanco y negro serpiente de cascabel

Lo primero que me llamó la atención, apenas emergió micrófono en mano después de cantar tras bambalinas la primera estrofa del himno al amor que da nombre al disco, fueron los zapatos, en sinuosas franjas de blanco y negro, que se movían en el escenario como dos irónicas serpientes de cascabel.

Los zapatos iban a juego con las rayas de su camisa y el color crema de un elegante saco y un movedizo pantalón, y con los anteojos oscuros y redondos desde los que dirigía a la potente banda que tocaba casi todas las canciones como si fueran los últimos cinco minutos de una final del mundial.

El público que colmó el Movistar Arena tardó poco en levantarse de sus asientos y cantar a voz en cuello los himnos que casi todos se sabían de memoria (o de corazón, by heart, como dice la expresión tan certera en inglés).

En Tráfico por Katmandú todos bailaban, y sobre todo un padre en la primera fila, con una niñita ululante sobre sus hombros. En Pétalo de sal se prendieron miles de luces de celulares que se movían a ritmo, como un cielo invertido y musical. En A rodar mi vida, en cada fila se reboleaban camisetas, abrigos y pañuelos en una íntima y compartida comunión.  

Desde una inusual posición, al costado y casi sobre el escenario, se veía a un Páez que cantaba con emoción, se paraba a bailar con sus fans de ahí abajo, se sentaba a tocar el piano arrebatado, dirigía a sus nueve músicos como un director sinfónico.

Con el bramido del trombón, trompeta y saxo, el incisivo maullido de la guitarra eléctrica, el estertor frenético de la batería al acercarse el final de las canciones, aleteaba sus largos brazos y movía las mariposas de sus dedos para marcar el último compás.

Su sabiduría musical se desplegó en los momentos lentos, como el guiño al folklore de Detrás del muro de los lamentos, y su sorprendente don melódico, en pegadizos rocanroles como La rueda mágica. El disco mantiene su sorpresa después de treinta años, y Fito y su público de siempre lo vivieron como si fuera la primera vez.

Verde loro

Tras una breve pausa, vinieron los destellos de otras vidas. El mago salió a escena todo de verde: verde el saco el pantalón, verde más oscura la camiseta, verdes las zapatillas que esta vez se movían como orugas bailarinas. Me costó ver la coronación de ese cambio de vestimenta: también habían cambiado los anteojos, de marco verde loro.

Se lanzó con furia a El diablo de tu corazón y otra vez todos de pie y coreando como si su ídolo hubiera metido un gol. Con 11 y 6, la multitud de la platea y los cerros de asientos se cantó la vida. Y en Circo Beat el carismático cantante, transformado en director de multitudes, dividió a los asistentes en los de su derecha, a los que instruyó para que cantaran un “woo hoo”, rollingsonesco según mi amigo y gran melómano Arturo Ledezma. A los de su izquierda nos tocaba el refrán “Circo Beat”.

Nos estábamos divirtiendo como colegiales. Se despidió, pero sabíamos que iba a volver.

Rojo frutisha

Y volvió, vestido de rojo frutisha, desde los zapatos y el pantalón movedizo hasta el saco flamígero y, por supuesto, los nuevos anteojos. Así, desatados todos, concluimos que Dar es dar, y terminó la comunión con Mariposa tecknicolor, en una versión potente, donde la sutileza del arreglo que permite entender la letra en el disco dio lugar a un gritado himno colectivo, que en su fuerza para sacudir los cuerpos representó el espíritu fiestero y transformador de todo el concierto.

Al final, las tres vestimentas se me hicieron un símbolo de las tres épocas del chico flaco que movía extrañamente su cuerpo, hoy rotundo en su piel al borde de sus sesenta. Primero fue el creador introspectivo y sutil, después el exitoso showman que llenaba estadios, y ahora, desde la madurez vital de mariposa danzante, las dos cosas en una.

El espectáculo de Fito Páez y su banda fue un bello reencuentro, una fiesta de arte y entrega. Cansados como él de tanto bailar, con todas las luces prendidas, sus fans le gritaban “gracias”.

Esta crónica fue publicada en Terra Chile el 3 de diciembre de 2022