Recuerdos crueles: Juan Ayala da voz a los ‘colimbas’ de La Plata en Malvinas

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Pasaron casi 32 años de la Guerra de las Malvinas, y siguen asombrándome los muy buenos relatos, memorias, investigaciones periodísticas que no dejan de brotar sobre el conflicto. 

Ahora, una vida más tarde, los sobrevivientes nos enfrentamos con lo que nos pasó, pero también reflexionamos sobre lo que ocurrió, tanto en el llamado Teatro de Operaciones como en “el continente” argentino y en Gran Bretaña.  

Quiero hablarles de varias obras recientes que me emocionaron, que me hicieron pensar, que me reafirmaron en que pese a todo el mal producido por la cruel arrogancia de un gobierno dictatorial, el de Galtieri y de un gobierno elegido, el de Thatcher, nos ha quedado algo bueno: la necesidad interna de contar, de compartir, de luchar para que, al menos, entre tanta muerte y sufrimiento, hayamos aprendido algo.

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Hoy hablaré de un hermoso y duro libro: Malvinas, la primera línea, de Juan Ayala.  

Hace 12 años, los periodistas Juan Ayala y Daniel Riera publicaron en la edición argentina de la revista Rolling Stone la más impactante y sabia de las crónicas sobre la tragedia de la posguerra. Nuestro Vietnam sigue a un puñado de ex combatientes que 20 años después de la guerra están rotos, desesperados, en el límite. Varios de estos muchachos se suicidan; otros quedan lisiados del cuerpo y del alma para siempre. El drama de los suicidios de veteranos de Malvinas no se contó jamás con tanta empatía y tanto valor literario.

Yo había seguido la carrera de cronista de Riera, que era un niño en el 82. En su fructífera carrera, contó la historia de su propia transformación en ventrílocuo, se sumergió en el Buenos Aires Bizarro y publicó perfiles y reportajes en las principales revistas del continente.

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Pero no había seguido la carrera de Juan Ayala, el otro autor de ese texto memorable. El año pasado, Ayala vino a verme a la Fundación Tomás Eloy Martínez en Buenos Aires, donde yo estaba dando un seminario, y me regaló trajo su último libro, Malvinas, la primera línea, publicado por una pequeña editorial de nombre adecuado: Libros del náufrago. Recién esta semana pude entrarle, y me deslumbró.

Ayala sí es de la “generación Malvinas”, aunque no fue a las islas. Pero a diferencia de Riera, a él la guerra no lo dejó escapar, y tras Nuestro Vietnam, se sumergió en la experiencia de los conscriptos del Regimiento de Infantería Mecanizada 7 de La Plata.

El RIM7 fue enviado a primera línea son armamento adecuado, sin ropa para el frío, sin comida, casi sin instrucción. En la noche fatídica del combate final, se enfrentaron a un ejército profesional provisto de visión nocturna. Era como pelear con los ojos vendados. Murieron 36. Todos menos tres eran colimbas.

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La historia de los chicos de «primera línea» es un gran ejemplo de memoria histórica, de historia oral. Hablan en primera persona los soldados. Sus voces se entretejen para contar el drama, desde el momento de ser enviados a las islas hasta que vuelven al continente, exhaustos y famélicos, y son internados en el regimiento para alimentarlos a la fuerza, para que sus familiares y el país no vieran cómo volvían.

Sus voces son claras y están muy bien hilvanadas. Me gusta sobre todo la construcción del jefe inmediato de los soldados, el subteniente Baldini. Un “loco de la guerra” cruel e injusto, Baldini muere en combate, mientras el capitán abandona a sus hombres y corre montaña abajo. Baldini podría ser un gran personaje de esas películas bélicas de Stanley Kubrick u Oliver Stone. 

Pero alternados con estos capítulos, se cuenta el andamiaje bélico, político, diplomático que llevó a la catástrofe. Ayala se muestra como un investigador profundo, con gran habilidad para resumir en pocas páginas un enorme cúmulo de datos y análisis.

Y el autor combina hábilmente los relatos de guerra y la historia del conflicto con un tercer elemento: hacia el final, cuenta dolorosas entrevistas con el gobernador militar de las islas, Mario Benjamín Menéndez y con el oficial el hijo del presidente de la comisión que juzgó y condenó a los responsables de la guerra, General Benjamín Rattembach. Es un gran acierto trasladarle a uno de los principales responsables y al hijo de su juzgador las preguntas que quedan doliendo desde la historia de los chicos.

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Malvinas, la primera línea es un homenaje a nosotros, los ex combatientes, pero también un libro que deberían leer todos los argentinos, y no solo nosotros, porque habla del valor de la honestidad, del coraje, del recuerdo como cura, de los costos humanos de la guerra, de la justicia, de la naturaleza humana. 

La Primera Guerra Mundial, Maurice Ravel, Josep Colom y la mano izquierda

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Desde que la leí, la historia me pareció emocionante, reveladora y simbólica: el prometedor pianista austríaco Paul Wittgenstein fue enviado a pelear por su país a la Primera Guerra Mundial. Paul pertenecía a una muy rica y muy culta familia de industriales judíos. Su hermano, Ludwig, fue uno de los más importantes filósofos de su época.

En el frente Paul perdió una mano: la derecha. A la vuelta quiso proseguir su carrera de pianista, y a lo largo de los años una veintena de los principales compositores del siglo, como Benjamin Britten, Richard Strauss, Erich Korngold y Sergei Prokofiev,  compusieron para él piezas donde sólo debía emplearse la mano izquierda. 

De estas piezas, la obra maestra que quedó para siempre en el repertorio es el Concierto en Re mayor de Maurice Ravel. Yo había escuchado muchas grabaciones de esta pieza, la tenía en discos y casetes, pero nunca la había oído en vivo. Este fin de semana, la Orquesta Sinfónica de Barcelona la tocó en su ciclo de conciertos con el eximio y concentrado pianista Josep Colom y el veterano director Antoni Ros Marbà, dos grandes músicos catalanes.

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Josep Colom es un pianista atípico: parece un filósofo de barba blanca perdido en sus elucubraciones, camina desgarbado y viste de forma más que sobria, pero cuando se sienta al piano brota de su cuerpo una elegancia que viene más del espíritu y de la inteligencia que del cuerpo. Tras una breve reverencia al público, se sentó con la mano derecha reposando, como dormida o mustia, sobre su pierna, y se lanzó a dialogar y luchar artísticamente con una orquesta de más de cien músicos.

La obra de Ravel es sabia y brillante: tiene toques de jazz, pero de un jazz latino, como caribeño, propio de la alegría y la inocencia de esos albores del swing. Su obra es de 1929. La orquesta ataca con oleadas sonoras al oyente pero nunca tapa al piano. Los instrumentos de viento tienen momentos de gran lucimiento, y hacia el final, se combinan con el piano para avanzar en un frenesí rítmico que recuerda el ímpetu creciente del Bolero.

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Colom estaba reconcentrado, olvidado del espectáculo, en ocasiones sonreía mirando cómo tocaban los músicos que lo rodeaban. La ovación que vino al final pareció tomarlo de sorpresa. Volvió al escenario y se sentó en la punta de la banqueta, como en el sillón de su casa, a explicarnos que tocaría un arreglo que había hecho Leopold Godowsky de un Estudio de Chopin para Wittgenstein, también para la mano izquierda.

Usualmente, por más brillante que haya resultado la interpretación, en estos conciertos con orquesta, la primera parte termina con un bis, uno solo, del intérprete. El público seguía aplaudiendo, y Colom tocó un segundo bis, también para la mano izquierda: un precioso, delicado preludio de Alexander Scriabin.

Con la mano derecha en la rodilla, parecía un actor que no quisiera o no pudiera salir de su papel. Caía la noche en Barcelona y salimos a hall, despojado y claro, del Auditori. La gente hablaba poco, como si a todos se nos hubiera metido algo de Josep Colom.

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Ya en la calle, me acordé de un hecho que nadie cuenta. Ravel era francés; Wittgenstein era austríaco. El concierto estaba escrito para un soldado enemigo. ¿Enemigo? En esta historia de un compositor generoso y un pianista valiente, los bandos ya no tenían ningún sentido.

Estos días se conmemoran los 100 años del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Qué buena forma de recordar esa carnicería atroz: sin la mano derecha, que la humanidad perdió en la Gran Guerra, seguimos haciendo arte. Pese a todo. Seguimos tocando el concierto de Ravel. 

Cristian Alarcón: un joven clásico de la crónica

Estos días pensé en Cristian Alarcón, el gran cronista iconoclasta, el maestro orgulloso y humilde. ¿En qué estará hoy?

Está enfrascado en mil proyectos, desde una red de periodistas latinoamericanos de sucesos y crímenes patrocinado por la Fundación Nuevo Periodismo que se llama Cosecha Roja hasta la exquisita web/blog colectivo donde dialogan el periodismo y las ciencias sociales llamada Anfibia hasta las clases en la pujante y legendaria Universidad de La Plata hasta la agencia de noticias judiciales Infojus y la dirección de una colección de libros de periodismo narrativo en la editorial Marea. Hasta le dio tiempo de publicar una colección de sus relatos breves, autobiográficos, de viajes, ensayísticos y narrativos llamado Un mar de castillos peronistas.

Y recordé que hace dos años lo entrevisté largamente y con saña y cariño para conformar un capítulo sobre él en un libro publicado en Chile por la Universidad Finis Terrae, llamado Domadores de historias. Aquí les comparto el comienzo de ese texto, un perfil de Cristian centrado en sus dos libros ejemplares, luminosos, valientes. Si no lo leyeron, corran a comprarlos, que acaban de salir en Chile y en Argentina en una nueva edición de bolsillo.

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Nacido en Chile y formado como cronista en Argentina, el aplaudido autor de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia y de Si me querés, quereme transa es un fruto muy extraño, áspero y exquisito; único en el panorama del periodismo narrativo latinoamericano: Cristian investiga como un científico y escribe como un literato.

No conozco ningún periodista latinoamericano que se haya acercado tanto como Cristian Alarcón a los rigores del método antropológico de la observación participante, con su combinación de ciencia y ética.

La diferencia no sólo está en la investigación ‘de campo’. Mientras se sumerge en el mundo de los desconocidos y despreciados, este reportero erudito también se nutre de teoría y literatura y se zambulle como un psicólogo en sus propios sentimientos y reacciones ante lo que descubre. Y al final, cuando está a punto de ahogarse, se eleva a la superficie y escribe como un poseso, como un iluminado.

El periodista narrativo suele ir, ver algunas escenas, anotar y contar lo que vio. Puede escribir como los dioses, pero casi siempre se pasea por la realidad como un turista atento. El antropólogo, en cambio, busca presenciar y averiguar tantas escenas y tantas historias que al final es capaz de armar su tesis doctoral o su libro académico con el convencimiento que da la ciencia. Su problema suele ser el opuesto: tiene muchísimos datos e historias, pero muchas veces le falta el garbo, la elegancia y el nervio de la literatura.

En Estados Unidos, unos pocos periodistas en profundidad, como Ted Conover, J. Anthony Lukas o Peter Matthiessen, han combinado investigación a fondo con gran estilo. Yo al menos nunca había leído a un reportero latinoamericano hacer esto con tal compromiso y maestría. Eso es lo que hace tan especiales los dos libros que hasta ahora ha publicado Cristian Alarcón: Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (Norma, 2003) y Si me querés, quereme transa (Norma, 2010).

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Para hacer Cuando me muera quiero que me toquen cumbia se pasó año y medio metido con los ‘pibes chorros’, los jóvenes y niños ladrones, el eslabón más bajo de la cadena de miseria y violencia del país rico y soberbio.

Los pibes chorros tenían un santo propio, el Frente Vital, un chico que murió baleado por la policía y al que le rezaban con desesperación. Alarcón reconstruye la vida y la muerte del Frente, relata escenas tiernas y terribles con los chicos, con los adultos que fueron chicos, mezcla con maestría la vida de la calle, la lógica del robo, la miseria, el no futuro, el embrujo oscuro de la violencia, el sadismo de los policías. La voz que habla siempre es la del narrador y la historia sigue linealmente la cadena de descubrimientos del autor mientras se interna en el submundo de las villas miseria.  

En los años siguientes, Cumbia se convirtió en un libro exitoso, comentado, admirado, pero no salía la secuela. En mis encuentros con Cristian, me contaba que estaba investigando una historia mucho más compleja y cuya escritura debía ser más poliédrica.

Así pasaron siete años. Recién a principios de 2010 emergió el nuevo libro.         

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Y sí: Si me querés, quereme transa cumple gran parte de las promesas y expectativas que muchos habíamos depositado en el libro anterior. Cristian Alarcón puede seguir subiendo, claro, pero pienso que aquí llegó a cotas inusitadas en la profundidad de investigación y en el trabajo de la estructura, el estilo, el ritmo, la tersura brillante de la prosa.  

Transa, en el argot de la calle, quiere decir vendedor de droga. La autora de la frase, la que exige que la quieran transa, es la endurecida, práctica, hipersensible Alcira, uno de los personajes más fuertes y dolidos de la literatura argentina. El libro es la historia y el viaje a la inquietante y compleja psiquis de Alcira, quien regentea una casa tomada en permanente construcción, donde vende droga, defiende como leona a su familia y sus incondicionales, e impone su lógica.

El libro es también la historia de Teodoro, el último de los peruanos que se masacran entre sí para quedarse con el negocio, pero que también luchan a punta de pistola por su honor y su dignidad. Cristian Alarcón cuenta la historia de Teodoro, su hermano, sus aliados, sus competidores, sus enemigos en el tenebroso mundo de la controlada violencia de estos narcos que bajaron de las montañas de Perú para adueñarse de una selva urbana en medio de la ciudad que se cree europea. 

 En sus páginas brilla, como en el libro anterior, la prosa poética de Cristian, su forma de relatar escenas vistas y vividas. Pero también se echa más para atrás, para reflexionar y aportar un riquísimo contexto histórico, sociológico, psicológico y antropológico. Y junto con la voz del narrador, surge la brillante construcción de unos ‘monólogos autobiográficos’ de sus protagonistas: Alcira, Teodoro y un puñado más. Son voces que surgen, como si salieran de una lámpara oriental, y destilan el fluido de la manera de pensar y sentir de cada uno. Veo en estos relatos en primera persona la influencia del genial El emperador, el libro seminal de Ryszard Kapusinski.

Por Cumbia, Alarcón ganó el Premio a la Integridad Periodística del prestigioso North American Congress of Latin American (NACLA). Después de Transa le ofrecieron ser director académico del proyecto Narcotráfico, Ciudad y Violencia en América Latina de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y el Open Society Institute.

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Pero conocí a Cristian mucho antes de estos logros y honores. Fue en Ciudad de México, en marzo de 2000. Ambos fuimos al primer taller que Ryszard Kapuscinski dio para la FNPI, la vuelta del maestro a Latinoamérica 30 años después de haber cubierto la región para la agencia polaca PAP. Allí Cristian contó su proyecto, y su temor a meterse demasiado. “¿Cuánto hay que meterse con el mundo del que uno está escribiendo?, ¿hay un límite?”, recuerdo que le preguntó al maestro polaco.  

Yo ya sabía que Cristian había empezado en el periodismo por el lado del compromiso personal, sin separar nunca su lucha y sus crónicas. Estudió en la más antigua y politizada escuela de periodismo de Argentina, en la Universidad de La Plata. En 1993, uno de sus compañeros, Miguel Bru, fue secuestrado por la policía de la provincia y desapareció. La necesidad de contar y de luchar por Miguel – a quien llamaron el primer desaparecido de la democracia – movilizó a sus compañeros, y Cristian empezó a escribir del tema en el entonces joven diario porteño Página 12.

Pasó más de una década en Página escribiendo de crímenes, cubriendo y descubriendo los desmanes policiales, después pasó a la revista TXT y al diario Crítica. Desde entonces, sus crónicas salieron en Gatopardo, Rolling Stone, Etiqueta Negra y Soho, pero su corazón se volcó, se derramó sin paliativos en sus libros, extremadamente ambiciosos.

La penúltima vez que lo vi en Buenos Aires Cristian invitó a su casa y me llevó a su placar. Allí me mostró con orgullo las camisetas de su ahijado, Juan. Juan es el hijo de Alcira. La protagonista de su último libro le insistió por años en que él fuera el padrino de su hijo. Después de mucho negarse, aceptó, y la escena en que Juan es bautizado y Cristian se convierte en su padrino es una de las más emocionantes de Si me querés, quereme transa.

Cristian Alarcón tiene 43 años, está en un momento dulce, alto de su carrera, y somos muchos los que esperamos sus próximos libros como a un chaparrón en medio del desierto.