Hélène Grimaud, la pianista que corre con lobos

En 2011, la pianista francesa Hélène Grimaud cometió un acto de rebeldía de los que se suelen pagar caro en el cerrado cortijo de la música clásica.

Había grabado con el poderoso director Claudio Abbado dos conciertos de Mozart, y en uno de ellos, el Nro. 23, había usado la cadenza del compositor romántico Ferruccio Busoni. En los conciertos de la época de Mozart, antes del estallido final de la orquesta, había espacio para que el pianista mostrara su destreza técnica en unos minutos de ejecución solista, usualmente variaciones sobre los temas centrales del movimiento.

El gran patriarca Abbado había pedido a Grimaud que tocara también la cadenza del propio Mozart, que en ocasiones se usa en este concierto. La pianista dice que lo tocó en deferencia al maestro. Cuando cada uno partió, la pianista recibió la noticia de que Abbado había elegido la cadenza de Mozart, y había ordenado a los técnicos que insertaran esa grabación en lugar de la de Busoni.

La joven intérprete se negó. Alegó que ella tenía el derecho de elegir la cadenza. Sabía perfectamente que Abbado había impulsado su carrera y la había elegido para grabar con él algunos de los conciertos más populares. Su grabación en video del segundo concierto de Rachmaninoff los muestra en estado de compenetración total, como un viejo maestro y su mejor discípula.

Pero Grimaud ya no era una joven promesa, y ante el estupor de funcionarios de la discográfica y críticos, no dio el brazo a torcer. Abbado decidió desinvitarla al Festival de Lucerna, que él dirigía, y a un concierto en Londres, para el que contactó rápidamente a otra pianista.

La menuda artista francesa no se quedó de brazos cruzados: pidió a los músicos de una orquesta cooperativa, que tocaba sin director, que grabaran con ella, entre otras piezas de Mozart, el concierto de la disputa. Esta vez, con la cadencia que ella quería, la que había tocado desde su infancia, la que representaba su propia visión de la obra.

No era la primera ni sería la última vez que Hélène Grimaud mostrara un espíritu indómito y lo que ella misma califica en su autobiografía como una incapacidad para la componenda: cuando está segura de algo, sus decisiones son inalterables. Ya como estudiante de 16 años en el Conservatorio de París, se negó a ejecutar el programa de fin de curso que su profesor le había indicado, lleno de piezas delicadas de sensibilidad francesa, un repertorio apropiado para la típica debutante gala, una muchacha rubia y apocada como ella.

En cambio, tomó el tren a su ciudad natal, Aix-en-Provence, y tocó con fuego y vigor romántico el segundo concierto de Chopin con sus antiguos compañeros del conservatorio de la ciudad. Cuando su profesor vio el resultado en un video, dejó pasar su falta y cambió su repertorio.

Desde entonces, y sobre todo desde que comenzó a grabar en sellos pequeños a los 17 años y en Deutsche Grammophon desde 2002, sus interpretaciones volcánicas, a la vez personales y en búsqueda profunda de la voz y presencia del compositor, jamás pasaron desapercibidas. Su primer álbum conceptual, Credo, en 2004, ya mostraba un camino propio: un recorrido por la espiritualidad del piano combinando obras de Mozart con piezas místicas de compositores contemporáneos.

En conciertos y grabaciones, el centro de su universo sonoro fue siempre el romanticismo alemán, y sobre todo las obras de Johannes Brahms. Brahms estará de hecho en el centro del programa que Grimaud presentará en el Palau de la Música el 27 de mayo. Tras la Sonata No. 30 de Beethoven, y antes de la Chacona del a Partita No. 2 de Bach, se adentrará en intermezzos y fantasías del genio romántico.

Hélène Grimaud combina desde hace un cuarto de siglo dos pasiones y actividades centrales, aparentemente incompatibles: las alfombras y candelabros de las salas de concierto, y el barro y las piedras de su refugio en la montaña, donde aúllan los lobos.

Por un lado, su carrera como concertista, la intensidad hipnótica de sus ejecuciones y la alegría palpable en sus encuentros con orquestas sinfónicas: en la memoria de los melómanos barceloneses se encuentran interpretaciones memorables, sacándose chispas con grandes formaciones orquestales, una sorpresa para quienes la ven por primera vez, con su andar tranquilo, su sonrisa modesta y sus vestidos blancos o negros, de telas amplias y flotantes.

Y, en su otra faceta, es la creadora de un refugio para lobos en peligro de extinción en Westchester County, en el Estado de Nueva York, con los que pasa muchos meses al año, que la reconocen como su madre humana, y a los que, en las fotos de su madurez, con el rostro afilado y el pelo suelto, cada vez se parece más.

En un largo perfil de T. D. Max para la revista The New Yorker titulado Her Way, el periodista la acompaña mientras acompaña de noche a su manada de lobos, y el jefe de la manada comienza a aullar a la luna amarillenta.

“Es un sí bemol”, dice la pianista, con un oído absoluto para la naturaleza salvaje de los animales indómitos y para la música, a la que entregó su alma y su inmenso talento.

Publicado en Cultura/s de La Vanguardia el 25 de mayo de 2024.