Mis óperas del 2013 I: La legendaria Traviata, de Salzburgo llega a Valencia

¿Qué óperas me impresionaron más esta primera mitad de la temporada 2013-2014 en España?

Elegí el primer lugar la llegada de una de las producciones más ‘viajadas’ del siglo: La Traviata versión Willy Decker, que triunfó en Salzburgo en 2006 y después hizo roncha en Nueva York y Amsterdam. De Madrid, me quedo con la exquisita reinvención de Peter Sellars de La Reina India de Henry Purcell, con el maravilloso coro de la ciudad rusa de Perm. Y de Barcelona, un divertidísimo e inteligente estreno: Cendrillon, de Jules Massenet, una cenicienta francesa toda gracia en el canto y elegancia en el vestuario.

Esta es una versión en castellano de mi crítica para la revista Opera News (de la que soy corresponsal en España) de la Traviata valenciana, que culmina la conmemoración de los 200 años del nacimiento de Giuseppe Verdi.

 

 

Cuando se presentó en el Festival de Salzburgo en 2006, la nueva puesta de La Traviata fue una sorpresa y un redescubrimiento: parecía que el clásico de Verdi, probablemente la tragedia de amores contrariados más representada de la historia junto con Carmen y Tosca, entró en el siglo XXI. La puesta en escena atemporal, casi abstracta de Willy Decker la deja en los huesos y la devuelve a sus orígenes. En una columna de su Piedra de toque, Mario Vargas Llosa alabó esta visión y confesó su amor (artístico) por la soprano rusa Anna Netrebko, una Violetta memorable.

Al barco dado vuelta del Palau de les Arts de Valencia viajó en noviembre la escenografía despojada de esta obra maestra: una pared gris, curva, acanalada, un enorme reloj de pared, dos sofás multiuso y el corto vestido rojo de la protagonista.

Con esos pocos elementos, muchos anticuados recursos del argumento cobran una vida y un sentido de los que carecen la mayoría de las miles de Traviatas que se representan sin parar por el mundo.

Mi momento favorito viene con la música de Carnaval que interrumpe el lamento de una Violetta consumida, a punto de morir pobre en un apartamento, acompañada solo por su fiel criada y el compasivo doctor Grenvil. En vez de escucharse por la ventana, los festejantes carnavaleros irrumpen en la habitación y de entre ellos emerge su nueva Violetta, una chica fresca y bella, cubierta con el mismo vestidito rojo. La chica se detiene frente a la cortesana caída en desgracia y contempla por un segundo su propio futuro. Los muchachos alegres la montan en el reloj, que hace ahora de bandeja,  y le la llevan.

Cuando ya se han ido, cuando vuelve la melodía triste de la ‘extraviada’, nos percatamos que hemos asistido a un instante de genio teatral: en una escena Decker hace avanzar la historia hacia su futuro lógico y al mismo tiempo, saca de la habitación el reloj que había acompañado a Violetta desde el principio. Su tiempo se ha acabado.  

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Dos extraordinarios artistas brillaron en estas funciones, que abrieron la escueta temporada valenciana. Uno es un viejo conocido del teatro sobre el lecho del río Turia. Zubin Mehta, el legendario director indio,  que llevó a esta orquesta a la cúspide de la interpretación de ópera con su tetralogía wagneriana El anillo del nibelungo en 2006, comenzó esta temporada con una Traviata vibrante, rápida y precisa: los colores y ritmos de la orquesta siempre se notaban pero nunca se imponían a la acción. Pocos directores saben acompañar a los cantantes como el viejo Mehta.  

En el escenario se lució una Violetta emotiva, memorable: la joven soprano búlgara Sonya Yoncheva, poseedora de una belleza misteriosa, como de otra época y una voz maleable y cristalina, se calzó el vestido rojo con el valor y la pasión de las grandes. En esta versión, Violetta pelea con garra el gran reloj, su próximo fin, desde las primeras notas del preludio. Pero también sentimos y sabemos que desde el mismo comienzo ya se sabe derrotada. Todos sus movimientos y su impecable línea de canto transmitían arte y verdad.  

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Los amantes de la opera que viajamos a Valencia para ver esta tragedia no tuvimos tanta suerte con nuestro Alfredo. Ivan Magrì nos hizo retroceder 50 o 60 años en el tiempo, a una época de tenores que se plantaban entre cartones pintados y lanzaban su ‘do de pecho’ abriendo los brazos. En esta maquinaria perfecta de ‘teatro de autor’, el pobre Magrì no era siquiera capaz de mostrar sorpresa al ver a su padre en la casa que compartía con su amante Violetta. Ni que hablar de transmitir alguna emoción. A juego con sus dotes actorales, la voz, bien timbrada, fuerte y entonada, jamás se metió en el personaje.

En el momento más dramático de la obra, Magrì se abrazó patéticamente a las rodillas de la Yoncheva. Ella entonaba su hermosa, dramática súplica: “Amami, Alfredo!”. Su personaje ya había decidido sacrificarse y morir en vida por no verlo más. Entonces pude ver claramente desde la fila 18 que su vista estaba fija en él, en su verdadera pareja artística: el viejo maestro Mehta le correspondía con el mismo amor, batuta en mano.

Por lo demás, el joven barítono italiano Simone Piazzola puso un tono firme y aterciopelado en las arias del padre sufriente Giorgio Germont, y los jóvenes intérpretes del Centro de Perfeccionamiento Artístico Plácido Domingo de Valencia desempeñaron los papeles pequeños con refinamiento y voces prometedoras. Esta nueva generación (tanto hombres como mujeres) se ve muy bien enfundados en los trajes y corbatas negros de esta puesta sobria de Willy Decker.

Por último, me impresionó mucho el veterano bajo Luigi Roni, importado de La Scala de Milán, donde como secundario de lujo lleva ya 564 funciones.

En esta Traviata, su personaje, el doctor Grenvil no aparece en el último acto para certificar el estado fatal de Violetta. Aparece desde el comienzo y es una presencia y una mirada constante, de reproche y amenaza, vinculada al tema del reloj y el tiempo que se acaba. En el paso sinuoso y grave de Roni, en su melena de nieve, percibí desde el primer compás que me habían metido en una Traviata como ninguna otra.