¿Qué hay en un nombre? Buscando el secreto de la obra póstuma de García Márquez

  1. Anna Magdalena Bach

Los dos volúmenes del Pequeño libro para Anna Magdalena Bach están entre las obras musicales más emotivas y generosas que se conozcan.

Son un regalo de Johann Sebastian Bach a su segunda esposa, Anna Magdalena, poco después de su boda en 1721. El primero es un cuaderno en el que Bach, con primorosa notación musical, transcribe algunas de sus propias obras: delicados minuets, polonesas, y rondós y los combina con algunas de sus melodías más queridas, como el aria inicial de las Variaciones Goldberg y el aria central de su cantata para bajo “Ich habe genug” (Tengo suficiente), una emotiva reflexión sobre el final de la vida.

En el segundo cuaderno, descubrieron musicólogos recientes, hay partituras trazadas por ambos esposos. La propia Anna Magdalena copió, además de obras de Bach, también las de otros compositores contemporáneos, como François Couperin, Gottfried Stölzel, Johann Adolf Haase y Carl Phillip Emmanuel Bach, hijo del primer matrimonio del compositor.

Un tercio de las obras son para teclado y soprano solista.

Se sabe que Anna Magdalena era una apreciada soprano profesional, buena ejecutante del teclado, fina conocedora de las plantas y aves y eficaz administradora de un hogar donde crecían los 13 hijos del matrimonio y los cuatro que Bach tenía de su primera esposa, su prima Anna Barbara, que murió joven.

Albert Schweitzer, el abnegado médico en África, Premio Nobel de la Paz, organista y erudito musical, dice en su influyente libro dedicado a Bach (J. S. Bach, el músico poeta), que esta joven de 21 años, independiente económicamente e hija de un trompetista, probablemente se casó con Johann Sebastian, 15 años mayor que ella, con un puesto poco brillante en la modesta corte de Cöthen, viudo y con cuatro hijos, por razones que no tenían que ver con el estatus o la comodidad económica.

Anna Magdalena Bach es un personaje misterioso, pero los pocos datos conocidos dan a los biógrafos la idea de que era un matrimonio de artistas, que celebraban veladas con amigos en su casa, que trabajaban en lo que ambos amaban y que se mantuvieron unidos hasta la muerte del compositor en 1750.  

En su libro sobre Bach, Música en el castillo del cielo, dice el gran director de orquesta John Eliot Gardiner: “Anna Magdalena Wicke era una cantante profesional empleada en la corte de Saxe-Weissenfels y venía de una familia musical. Su boda fue en su casa ‘por orden del príncipe’, a mitad de semana en diciembre de 1721, para permitir que los músicos invitados lleguen a tiempo a sus tareas en los servicios del domingo después de beber el copioso vino que Bach compró al costo de casi dos meses de su salario”.

En su biografía, Gardiner apunta: “Aparte del dato de que Anna Magdalena era aficionada a la jardinería (especialmente los claveles amarillos) y los pájaros (especialmente los pardillos), sabemos dolorosamente poco de ella”.

Dolorosamente poco. Qué forma delicada de decirlo.

En un programa de Radio Nacional de España sobre Anna Magdalena, el erudito divulgador musical Sergio Pagana, brinda algunos datos más: desde los 17 años, Anna Magdalena fue alumna de la gran soprano operística de tiempo, Christiane Pauline Kellner. Como tal, seguramente escuchó a su maestra ejecutar las partes de soprano en los oratorios y cantatas de su futuro esposo. Y cuando se casó con Johann Sebastian, ella era una profesional con el segundo mejor sueldo de los músicos de la corte, sólo más bajo que el de su marido.

“Esta unión fue singularmente feliz”, continúa Schweitzer, “y Anna Magdalena, que poseía una bella voz de soprano y era buena música, supo comprender a su marido y animarlo en todos sus trabajos. Bach la conoció probablemente en la corte, donde ella se desempeñaba como cantante, y se encargó de desarrollar sus notables habilidades musicales.”.

Durante toda su vida juntos, Anna Magdalena copió numerosas partituras de su marido y de otros que ambos admiraban, como el mucho más exitoso Georg Friedrich Haendel, y con los años su grafía en el pentagrama cada vez se fue pareciendo más a la de su esposo. Por eso los estudiosos tardaron en reconocer su letra en muchas de las obras de Bach. Los esposos hicieron numerosos viajes juntos, entre ellos uno para visitar a Carl Phillip, hijo del primer matrimonio del compositor, que triunfaba como músico de la corte prusiana.

Dice Gardiner que según los recuerdos del hijo Carl Phillip, “con Anna Magdalena, Bach mantuvo una ‘casa abierta’: no permitía que ningún músico relevante pasara por la ciudad sin hacer buenas migas con mi padre y ser escuchado por él”.

Los visitantes incluyeron a luminarias de la época como Jan Dismas Zelenka, Johann Quantz y el mismo Johann Adolph Haase, una de cuyas obras copió Bach en el ‘librito’ para su esposa. Y también los hijos de su primer matrimonio, tres de los cuales ya brillaban en el mundo musical germánico.

El primer biógrafo del genio, Johann Nickolaus Forkel, el único que pudo entrevistar a sus hijos, colegas y amigos, relata que Willhelm Friedemann, el hijo mayor, se quedó con ellos cuatro semanas en 1739 “y tocó varias veces en la casa”.

Pero a la muerte del gran Johann Sebastian, la suerte cambió drásticamente para Anna Magdalena.

Según cuenta Schweitzer, “Anna Magdalena sobrevivió diez años a su marido, en la más completa indigencia. Los hijos del primer matrimonio la desampararon por completo y la sola manera en que se repartieron los manuscritos de su padre antes del inventario testimonia el escaso afecto que sentían por su segunda madre. En 1752, dos años después de la muerte de Bach, la viuda del maestro y sus tres hijas tuvieron que solicitar una ayuda en dinero al Concejo (municipal) para sobrevivir. Y más adelante la miseria fue peor. Tuvo que vivir de limosnas y falleció en una pobre casa en la Hainstrasse, sin que nadie sepa dónde fue enterrada.”

Yo tengo dos versiones del Pequeño libro de Anna Magdalena: una de 1999, del tecladista Pieter-Jan Velder y la soprano Johannette Zomer y otro más reciente, de 2021, donde el pianista de vanguardia Giovanni Mazzocchin interpreta las obras para teclado solamente. Éste tuvo un gran éxito, con más de cinco millones de reproducciones en Spotify.

Lo estoy escuchando mientras escribo este artículo, y me tiene hipnotizado. Si bien está grabado en un gran piano de cola, cuya sonoridad era imposible de imaginar en la época de los Bach, la fluidez, la alegría tranquila contenida en el pulso rítmico y la lógica impecable y juguetona de las construcciones armónicas me transportan a un ambiente doméstico de arte compartido a la luz de las velas.

  • Ana Magdalena Bach

En marzo de 2024, el mundillo literario de habla hispana se sacudió con una aparición sorprendente: Random House publicaba la novela póstuma de Gabriel García Márquez, En agosto nos vemos.

Hacía diez años que el autor había muerto, dejando dicho que no la consideraba digna de publicarse. En el prólogo los hijos Rodrigo y Gonzalo explican que, al releerla años después, la encontraron mejor de lo que recordaban, y que no querían privar a los devotos del Nobel colombiano de un libro más de su pluma.

Pero muchos críticos reaccionaron con sorna o acritud. Primero salieron las diatribas y críticas ácidas: la filósofa mediática Carolina Sanín lideró los ataques con un video donde considera la novela indigna de Gabo y a sus hijos y editores, peseteros sin piedad por el legado del padre. En un artículo más mesurado, Álvaro Santana-Acuña, estudioso de Cien años de soledad, califica En agosto nos vemos como “la obra sin pulir de un maestro anciano”, aunque defiende que se hubiera publicado.

Después vinieron las defensas. En Anfibia, la profesora de literatura Gabriela Polit, quien trabaja en la universidad de Austin, donde se conservan los manuscritos del escritor, planteó un punto poco tocado por los adustos críticos: al leerle en voz alta la novela a su madre, pertinaz lectora, ambas constataron que el libro es una delicia y un sorprendente vuelco feminista del autor.  

A esta visión contribuyó un artículo en The New York Review of Books del novelista y dramaturgo chileno Ariel Dorfman, quien constató con admiración la maestría que el colombiano todavía tenía para derramar luminosos adjetivos y detalles precisos. Y otra cosa: que este libro es el único del autor donde la sensibilidad, el punto de vista, el protagonismo es de una mujer. Y una mujer dueña de su destino, moderna, desprovista de las ataduras de la tradición.

En agosto nos vemos cuenta la historia de una mujer a punto de cumplir los 50 que viaja todos los veranos a una bella isla donde está enterrada su madre, para dejarle unos gladiolos en su tumba.

La mujer está casada con un hombre a quien ama, con quien comparten el amor por la música clásica y las artes. De hecho, la música es importante en su vida y en la de su familia: su marido es director de un conservatorio, uno de sus hijos es director de orquesta; la otra tiene de novio a un trompetista de jazz.

A lo largo de la breve novela desfilan los nombres de muchos músicos: Mstislav Rostropovich, Claude Debussy, Edvard Grieg, Sergei Rachmaninov, Frederic Chopin, Antonin Dvorak, Wolfgang Amadeus Mozart, Ernest Chausson y Franz Schubert.

En los sucesivos viajes a la isla, la mujer va entablando relaciones efímeras, sexuales, peligrosas, algunas deliciosas, otras dolorosas, con hombres que pasan pero que dejan un poso en su ánimo, hasta que en la última visita a la tumba de su madre descubre algo que la deja alelada y la hace comprender algo esencial de la vida de su progenitora y de la suya propia.

La mujer se llama Ana Magdalena Bach.

¿Por qué?

Los nombres tienen su significado y su valor en las novelas de García Márquez, desde los Buendía de Cien años de soledad hasta Florentino Ariza y Fermina Daza en El amor en los tiempos del cólera e incluso los cambiados de los originales, como Santiago Nazar y Ángela Vicario en Crónica de una muerte anunciada.

¿Era García Márquez un amante de la música de Bach? El compositor no está entre los artistas mencionados en En agosto nos vemos, pero en su otro libro invernal, Memoria de mis putas tristes, sí aparece una obra bachiana.

Es la obra que escucha el protagonista y narrador, un antiguo periodista, para calmar su ansiedad la tarde anterior a su 90 cumpleaños, en el que decide regalarse una noche con una virgen adolescente.

El anciano está esperando la llamada de la celestina que le conseguirá a la niña. “A las cuatro de la tarde traté de apaciguarme con las seis suites para celo solo de Juan Sebastián Bach, en la versión definitiva de don Pablo Casals. Las tengo como lo más sabio de toda la música, pero en vez de apaciguarme como de sólito, me dejaron en un estado de la peor postración. Me dormí con la segunda, que me parece un poco remolona, y en el sueño revolví la quejumbre del chelo con la de un buque triste que se fue. Casi al instante me despertó el teléfono y la voz oxidada de Rosa Cabarcas me devolvió a la vida. Tienes una suerte de bobo, me dijo. Encontré una pavita mejor de la que quería, pero tiene un percance: anda apenas por los catorce años.”

La forma en que se cuenta la historia hizo que esta novela fuera criticada por unos como inmoral, y por otros como banal e innecesaria. Pero es allí, en el momento clave de la aparición del anhelo asqueroso e ilegal del viejo, cuando aparece la única referencia que encontré a la obra de Bach en la novelística de García Márquez.

Busqué el nombre de Bach en la copiosa biografía de Gerald Martin. En 27 páginas repletas de nombres, sólo aparece un Bach: es Caleb Bach, un fotógrafo que lo retrató y lo entrevistó en su casa en México y con quien habló de la foto de la portada de Vivir para contarla, con él de bebé.

Nada más.

  • Mercedes Barcha

Y, sin embargo, se me hace totalmente lógica la inclusión de este nombre en su obra final. Aunque Bach no esté en el panteón del novelista, su Ana Magdalena es, como su homónima del siglo XVIII, una mujer libre para elegir, inteligente, enamorada de las artes, observadora de la naturaleza, danzando al borde del abismo.

A medida que García Márquez se recluía en su casa definitiva en Ciudad de México y crecía en años y en tranquilidad, sabemos que cambiaba la música que sonaba en su tocadiscos. Los amigos que lo visitaban cuentan que escuchaba cada vez más música clásica.

¿Había indagado en la historia de Bach? ¿Se pasó por su cabeza la historia de su segunda y más influyente esposa, Anna Magdalena Bach, al momento de poner nombre a su último personaje?

Nunca lo sabremos.

Pero hay algo más. Pienso que la historia de Anna Magdalena que cuentan los libros se parece un poco a la de su personaje, pero mucho más a de su propia mujer. Mercedes Barcha, su esposa de toda la vida, fue el apoyo, la compañía, la socia, la organizadora de la vida en común y de su escritura. Es a su lado que el genial escritor suelta las amarras del mundo y hace volar su pluma. 

Dice el biógrafo Gerald Martin que Mercedes “otorgaría a su vida serenidad y método. De manera gradual, a medida que creciera su confianza en sí misma – o, mejor, a medida que hallara el modo de exteriorizar su confianza interior –, empezó a imponer su ahora legendario sentido del orden en el muy cultivado caos de García Márquez. Organizó sus artículos y recortes de prensa, sus documentos, relatos, los textos mecanografiados de ‘La casa’ y El coronel no tiene quien le escriba.”

Como no lo sabremos nunca, quiero creer que el nombre de su último personaje es un homenaje secreto a la mujer que lo acompañó y le dio el amor, la confianza, el don de no sentirse nunca solo y la libertad para producir su gran obra que aquí se cierra.

Por eso creo que, en su propio “pequeño libro” de esta otra Ana Magdalena Bach, García Márquez nos lega, como en los dos cuadernos de la soprano y clavecinista, un puñado de imágenes refulgentes, algo desordenadas, no del todo pulidas, pero que nos quedan en la memoria y vencerán el juicio del tiempo.

Un proyecto multimedia para llorar: Final Salute, de Jim Scheeler y Todd Heisler

Cuando me tocó abrir el turno de preguntas, me llevé el micrófono a la boca pero no salían las palabras. Estaba en estado de shock.

El viernes 16 de mayo yo estaba moderando un panel en el segundo día de la 9ª conferencia anual de la Asociación Internacional de Estudios de Periodismo Literario (IALJS), pero no podía cumplir con la primera obligación de cualquier moderador, que es no emocionarse con lo que está escuchando.

Hace cinco años que acudo y hablo en las conferencias de este exquisito grupo de estudiosos y cultores del periodismo literario o narrativo. Cada mayo, me junto con colegas y amigos de Australia, Europa, Norteamérica y unos poquitos latinoamericanos. En mis presentaciones suelo traer a cronistas de continente, por lo general desconocidos para este grupo: en Londres hablé de Cristian Alarcón; en Bruselas, de Rodolfo Walsh; en Finlandia, de Gabriel García Márquez. Este mes, llevé a París la obra inmortal de Elena Poniatowska.

Pero unos meses antes me preguntaron si quería también moderar un panel. Era sobre las posibilidades de Internet y las herramientas multimedia para contar historias reales. Busqué en la web datos sobre los panelistas que tenía que presentar. A dos los conocía de otras conferencias. El que más me intrigó era Julian Rubinstein, prolífico periodista de tranco largo y profesor invitado en Columbia: tenía un proyecto sobre un pintoresco jugador de hockey y ladrón de bancos de Hungría, y en su proyecto multimedia incluía, junto con textos, fotos, videos y mapas, el audio de una canción que el mismo Rubinstein había compuesto desde el punto de vista del ladrón, y que cantaba con voz rasposa y afinada en estilo folk.

El último de la mesa parecía un chico apocado. En la foto de su web se lo veía con saco y corbata. Se llamaba Jim Scheeler y trabajaba en el diario local Rocky Mountain News. Iba a hablar de “cómo multimedia cambia una historia”.

Su crónica, que le valió un Premio Pulitzer en 2006, se llama Final Salute. Jim y su fotógrafo Todd Heisler pasaron un año siguiendo al Mayor Steve Beck de los US Marines. El mayor Beck es el encargado de ir a la casa de los familiares de los soldados muertos en las guerras que Estados Unidos despliega por el mundo a darles la mala noticia. La mayoría de las víctimas de los últimos años murieron en Iraq y en Afganistán.

Cuando ven llegar al mayor Beck con su uniforme impoluto tachonado de medallas, sus guantes blancos y su bandera doblada como un pañuelo, los padres y las esposas se ponen a temblar, o a llorar, o a gritar, presintiendo la tragedia.

Poco a poco, Jim y Todd fueron encontrando a su personaje principal. No era Beck: era Katherine Cathey, una chica de 23 años, recién casada y embarazada. Su esposo volvía del frente en un ataúd cubierto con la bandera de las barras y las estrellas, y en el aeropuerto militar, ella se zafó de la mano de Beck y corrió al ataúd, para abrazarlo como un náufrago al madero.

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Cronista y fotógrafo siguieron a Katherine durante una semana. Grababan su voz, tomaban fotos que en el silencio de su casa cuyo ‘click’ sonaba como una bomba, pero sobre todo, permanecían a su lado. “Si quiere que nos vayamos, sólo díganoslo”, le decía Jim.

La última noche, después de la vela en el regimiento, Katherine quiso quedarse a dormir con su esposo por última vez. Los marines le prepararon un colchón al lado del ataúd. Es la foto que acompaña este relato.

“¿Todavía están ahí mis reporteros?”, dice Jim que Katherine le preguntó al marine de guardia.

Sin pestañear, el soldado dijo: “Sí. ¿Quiere que los echemos?”

“No. Solo quería saber que estaban ahí”.

Con esta foto todavía en el proyector de la sala de la Universidad Americana de París, me tocó ponerme de pie y abrir el turno de preguntas. No me salía la voz.

Sí, no me suelen caer bien los US Marines. Pero esta historia me interpelaba. El muerto podía haber sido yo. Katherine era yo. El pie de foto explica que en su última noche al lado de su hombre, prendió el ordenador e hizo sonar (¿para quién?) una canción que le gustaba a su apuesto soldado. Es lo que está haciendo cuando Todd Heisler gatilla su ‘click’ ensordecedor.

Y sí: las producciones multimedia también pueden servir para hacernos llorar.      

García Márquez: el gran cronista y el recuerdo de un gran momento en Noticia de un secuestro

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Cada uno tiene su Gabriel García Márquez personal. El mío empieza en Cien años de soledad, que leí en un largo fin de semana durante los años de soledad de mi adolescencia, y que recuperé para mi investigación bananera, tres décadas más tarde, con la misma fascinación.

Sus novelas y cuentos cortos me acompañaron siempre, y tuve la dicha de conocerlo como anciano pequeñito y carismático. Con él pasamos una veintena de jóvenes periodistas latinoamericanos una mágica semana en marzo de 2001, mientras Ryszard Kapuscinki flotaba con elegancia sobre su taller de la FNPI en el DF y los Zapatistas llegaban al Zócalo.

Pero García Márquez también me acompaña como profesor, como un talismán y un maestro beneficioso, desde hace más de diez años. En universidades, talleres y seminarios enseño su periodismo centrándome en sus tres únicos libros de no ficción: Relato de un náufrago, la aventura de Miguel Littín clandestino en Chile y Noticia de un secuestro.

Los tres son relatos desde adentro (en los dos primeros, el protagonista cuenta su drama en primera persona) de personas al borde de la muerte, movidos por el miedo, una rara esperanza y un extraño poder que los empuja a sobrevivir. Al teniente Velasco lo persiguen los tiburones, a Littín los ‘pacos’ de Pinochet y a los 10 colombianos secuestrados por los narcos, la sombra implacable de Pablo Escobar.

En estos días de duelo, quiero compartir aquí un fragmento de mi Periodismo narrativo, en el que relato la forma que encontré de explicar lo que hace grande a este gran muerto nuestro como periodista: como entrevistador genial, como narrador único de hechos reales.

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Para ejemplificar en clase el partido que saca García Márquez de su método de preguntar, preguntar y preguntar hasta agotar todos los detalles que recuerdan los personajes, suelo terminar mi clase sobre su obra leyendo un fragmento de Noticia de un secuestro que me parece especialmente terrible, especialmente genial. Lo rescato ahora porque sé que de todos los libros de García Márquez que se recordarán por el mundo en estas fechas, pocos hablarán de su extraño, fascinante, último libro periodístico.

La escena viene al final del capítulo 5, poco antes de la mitad del libro, cuando las negociaciones de liberación de los secuestrados están estancadas y todos sospechan que los narcos harán algo para obligar a negociar al gobierno.

En una de las casas-cárcel tenían a Maruja, funcionaria del área de cultura y conocida intelectual, a su asistenta Beatriz, y a Marina, que llevaba varios años secuestrada y que Maruja y Beatriz apenas conocían cuando se encontraron en cautiverio.

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 ‘El Monje’, uno de los vigilantes, le acababa de ordenar a Marina que tomara sus cosas y se preparase porque la iban a liberar. Marina prometió estar lista en cinco minutos. La escena está contada en tercera persona, pero está más que claro el punto de vista. Así comienza el final de la escena:

“Marina se demoró en el baño mucho más de cinco minutos. Volvió al dormitorio con la sudadera rosada completa, las medias marrones de hombre y los zapatos que llevaba el día del secuestro. La sudadera estaba limpia y recién planchada. Los zapatos tenían el verdín de la humedad y parecían demasiado grandes, porque los pies habían disminuido dos números en cuatro meses de sufrimientos. Marina seguía descolorida y empapada por un sudor glacial, pero todavía le quedaba una brizna de ilusión”.

Beatriz y Maruja se pusieron de acuerdo sin palabras para seguirle el juego de la liberación. Le encargaron que transmitiera mensajes a sus familias. Marina les respondía contenta, se perfumaba. Pero “en realidad estaba al borde del desmayo. Le pidió un cigarrillo a Maruja y se sentó a fumárselo en la cama mientras iban por ella. Se lo fumó despacio, con grandes bocanadas de angustia, mientras repasaba milímetro a milímetro la miseria de aquel antro en el que no encontró un instante de piedad y en el que no le concedieron al final ni siquiera la dignidad de morir en su cama”.

Maruja le llevó unas pastillas, pero Marina no pudo encontrarse la boca, por el temblor de las manos. La vinieron a buscar los guardias. Beatriz y Maruja se despidieron de ella intentando frases de aliento y esperanza.

“Marina se entregó a los guardianes sin una lágrima. Le pusieron la capucha al revés, con los agujeros de los ojos y la boca en la nuca, para que no pudiera ver. El Monje la tomó de las dos manos y la sacó de la casa caminando hacia atrás. Marina se dejó llevar con pasos seguros. El otro guardián cerró la puerta desde afuera.

“Maruja y Beatriz se quedaron inmóviles frente a la puerta cerrada, sin saber por dónde retomar la vida, hasta que oyeron los motores en el garaje, y se desvaneció su rumor en el horizonte. Sólo entonces entendieron que les habían quitado el televisor y la radio para que no conocieran el final de la noche”.

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Suelo estar de pie, en medio del salón de clase, y a pesar de las veces que he leído este fragmento en voz alta, siempre me cuesta dominar la emoción. Cuando doy vuelta la página para iniciar el Capítulo 6, no se oye ni una mosca. Los alumnos saben lo que va a venir, pero están en manos de García Márquez.

“Al amanecer del día siguiente, jueves 24, el cadáver de Marina Montoya fue encontrado en un terreno baldío al norte de Bogotá. Estaba casi sentada en la hierba todavía húmeda por una llovizna temprana, recostada contra la cerca de alambre de púas y con los brazos en cruz. El juez 78 de instrucción criminal que hizo el levantamiento la describió como una mujer de unos sesenta años, con abundante pelo plateado, vestida con una sudadera rosada y medias marrones de hombre. Debajo de la sudadera tenía un escapulario con una cruz de plástico. Alguien que había llegado antes que la justicia le había robado los zapatos”.

Leo esto casi al final de la clase, porque después no puedo decir mucho más. Es obvio que para un novelista, falta la escena en que la llevan al descampado y la matan. Pero eso no lo vieron los entrevistados de García Márquez. Y en este, su último gran relato de no ficción, García Márquez vuelve a ser un periodista grande y ético.  

¿Debería haber contado la muerte de Marina? El agujero pesa, pero no siento que falte. Cuando las armas del periodismo narrativo se usan como las usa aquí el Maestro, el efecto es aún más escalofriante. Y cada uno de los detalles que apelan a los cinco sentidos hacen que la ropa, el frío y las palabras se nos claven como alfileres y se queden clavados, en nuestra memoria, para siempre.  

La historiadora Aviva Chomsky se mira en el rostro de los migrantes latinos en EE.UU.

Pocos intelectuales de Estados Unidos han comprendido tan a fondo la lucha de los trabajadores, las comunidades campesinas e indígenas y los oprimidos en América Latina, y sus nuevas luchas desiguales como inmigrantes en Estados Unidos. Desde hace cuatro décadas, la historiadora Aviva Chomsky cumple un triple papel: 

como académica, como divulgadora de verdades incómodas y como activista contra el olvido en su país.   

Visité a Chomsky en el verano de 2009, durante la investigación para mi libro Crónicas bananeras. Escribí para mi obra una crónica de mis entrevistas con ella y la lectura de sus libros. Al final, Crónicas bananeras resultó demasiado amplio y abarcativo, y entre muchas otras cosas, ese relato de mi día con Aviva en Salem, Massachusetts, se cayó del libro.

Hoy lo recuperé, corté unas cosas y cambié otras, y quiero compartirlo con ustedes. Los temas de Aviva Chomsky – la globalización y su efecto en los trabajadores, la inmigración, el efecto de las políticas públicas y privadas de EE.UU. en sus vecinos del sur – siguen estando vigentes.

La brillante y lúcida prosa de esta gran intelectual pública nos sigue enriqueciendo. Aquí, entonces, la crónica que escribí tras esa visita al pueblo de Aviva Chomsky.  

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 “¿A quién reconoces?”, me pregunta Aviva Chomsky frente al mural, en una tranquila calle en las afueras de la pequeña ciudad de Salem, Massachusetts.  

La pintura colorista y vital representa una calle del barrio, con edificios como cajas con gente. Los edificios del mural son muy parecidos a los bloques de pisos que hay atrás, como si fuera una visión expresionista del paisaje que lo rodea. La gran diferencia es que los edificios pintados están doblados, arqueados, como si estuvieran discutiendo o bailando. Otra diferencia es el paisaje: en la calle pintada en el mural, unos campesinos venden comida como si estuvieran en un pueblo de Centroamérica.

En el primer plano de la pintura, a la derecha, un edificio abierto, sin pared frontal, muestra la vida de dos familias de inmigrantes latinos. Las personas tienen facciones definidas, como si hubieran querido representar a gente real del barrio. La estética se coloca en algún punto entre el infantilismo didáctico de principios del siglo XX y el cómic actual.

Pero lo que más me llama la atención es la escena que cubre casi toda la mitad izquierda: un coche descapotable viene hacia el observador. Al volante, una joven rubia de sonrisa misteriosa. A su lado y en los dos extremos de asiento trasero, tres adolescentes latinos. Entre dos de atrás, un señor de pelo cano y bigote blanco.

“¿Ese no es…?”, le digo, dubitativo.

“Sí. Es Gabriel García Márquez. Lo pintaron los alumnos dominicanos del colegio público. Se representaron a sí mismos como pasajeros, con Gabo en medio. La que conduce el auto es su maestra, Carmen Ruiz”.

Nos quedamos unos minutos mirando el mural. Entonces noto, en la orilla derecha, casi saliéndose del cuadro, la cara de perfil de un barbudo que canta.

“¿Es…?”

“Sí, ese es Juan Luis Guerra. A estos chicos dominicanos les encanta su música”.

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Entiendo por qué Aviva Chomsky quiso dar un rodeo en la caminata hasta su casa para traerme a ver este mural. Es un retrato en positivo de los sueños de los jóvenes inmigrantes: la pintura muestra el talento de estos chicos, su mirada que une lo de allá y lo de acá en una síntesis personal. Los personajes de García Márquez y Guerra, sus referentes artísticos, aparecen como razones para el orgullo de su identidad latina. Pero la clave, me dice Chomsky, es el personaje de la conductora del descapotable. Sin la maestra, el mural y el proyecto de vida de los chicos que lo hicieron no serían posibles.

Aviva Chomsky entrevistó a la maestra Carmen Ruiz para su último libro, Linked Labor Histories (Historias de trabajo vinculado, o historias vinculadas de trabajo). En el libro reproduce el mural, en una página donde la maestra, puertorriqueña, explica cómo no se ve reproduciendo modelos y enseñando listas, sino como una activa participante en la formación de una comunidad. Para eso tiene que hacer que los niños dominicanos piensen en quiénes son, por qué están en Salem, de dónde vienen y a dónde quieren ir.

Linked Labor Histories muestra la enorme complejidad de las estrategias de capitalistas y obreros a lo largo del siglo XX, centrándose en las profundas y cambiantes relaciones entre la costa de Nueva Inglaterra, en el norte de Estados Unidos, y la costa caribeña de Colombia. Este libro de Aviva Chomsky, profesora de historia en Salem College, es un relato muy ambicioso y logrado de cómo la industria textil primero y la del carbón después han movido a lo largo del siglo XX a miles de trabajadores, inversiones, materias primas y productos manufacturados a través de fronteras y atravesando barreras sociales, lingüísticas y culturales. El largo camino que llevó a estos adolescentes de República Dominicana a este pueblo colonial de Nueva Inglaterra.

El caso de la formidable industria textil de Nueva Inglaterra le sirve para demostrar que la globalización no es un fenómeno reciente, sino que los empresarios han movido desde hace siglos capitales, máquinas, procedimientos y trabajadores de un país a otro según su conveniencia. Para bajar costos y subir sus beneficios ‘importaron’ trabajadores, y cuando esto no fue suficiente, ‘deslocalizaron’ sus industrias y despidieron a los trabajadores.

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Irónicamente, como refleja con palmaria claridad el libro de Chomsky, los mismos empresarios que traían trabajadores ‘baratos’ a Estados Unidos eran fervientes defensores del nacionalismo y apoyaban a candidatos políticos que proponían quitar derechos a los mismos trabajadores extranjeros que ellos utilizaban. Luego, cuando eran ellos mismos los que deslocalizaban sus industrias, apoyaban campañas xenófobas contra los países de los que ellos se beneficiaban.

El relato de la exacerbación de la violencia en la región de Urabá en Colombia, región bananera por excelencia, marca la línea directa que va desde las estrategias de la United Fruit Company que conté en la primera parte de este libro, usando y citando muchas veces a Chomsky, y los intereses y prácticas de las multinacionales actuales.

La información más controvertida y novedosa que aporta Linked Labor Histories es la alianza entre estos empresarios norteamericanos, los gobiernos de EE.UU. y los sindicatos mayoritarios del país. El libro se detiene a analizar la connivencia de la AFL-CIO con los intereses y maniobras del Departamento de Estado y de las grandes corporaciones, muchas veces en directo conflicto con las luchas desiguales que libraban los sindicalistas locales. Y relata los tímidos intentos de sindicatos minoritarios y líderes rebeldes de AFL-CIO para desmarcarse de esa política y trabajar conjuntamente con los obreros de Latinoamérica.

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Yo sabía que quería visitar a Avi Chomsky desde que leí su libro Obreros de las Indias Occidentales y la United Fruit Company en Costa Rica (1870-1940), una versión adaptada a libro y ampliada en su marco histórico de su tesis de doctorado. Chomsky, nacida en Boston en 1957, es hija del célebre lingüista y polemista de izquierda Noam Chomsky, pero no le gusta que le mencionen a su padre en entrevistas sobre su propia obra. Y ni falta que hace: en las tres décadas que lleva estudiando la historia de las relaciones laborales, con énfasis en el trabajo inmigrante y los movimiento transfronterizos, se convirtió en una voz insustituible en el actual debate económico y político en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina.

Estar en la pequeña universidad de Salem, me explica, la aparta de la ruta hacia las grandes cátedras de los centros de referencia, como el vecino Harvard, pero le permite hacer activismo político-social y tomar su trabajo como una vía hacia el cambio y el entendimiento de los problemas.

Por eso pudo escribir, en 2007, en plena batalla por los derechos de los inmigrantes, un alegato a la vez lleno de pasión y brío y colmado de datos duros, argumentos fríos y razones incontrovertibles. Cuando el gobierno de George W. Bush proponía perseguir y quitar derechos fundamentales a los trabajadores sin papeles y sus familias, Chomsky publicó They Take Our Jobs! (¡Nos quitan nuestros empleos!) y otros 20 mitos sobre la inmigración. Es un manifiesto que presenta, evalúa y destruye uno a uno los prejuicios, las mentiras y las tergiversaciones sobre las que se basa la campaña anti-inmigración.

Como en su título, cada capítulo está titulado con la expresión más directa y clara de un mito (como ‘Los inmigrantes no pagan impuestos’, ‘Los inmigrantes compiten con los trabajadores locales con poca formación y hacen bajar los salarios’, ‘Estados Unidos tiene una política muy generosa con los refugiados’, ‘Estados Unidos es una olla de cocción que siempre dio la bienvenida a inmigrantes de todo el mundo’, ‘Los inmigrantes no quieren aprender inglés y la educación bilingüe agrava el problema’, o ‘El pueblo norteamericano se opone a los inmigrantes y las posiciones en el Congreso reflejan esa actitud’). 

Como historiadora, relata con datos y documentos la fundación de la nación basada en el exterminio de los indígenas, la persecución de inmigrantes irlandeses e italianos y las dificultades casi insalvables que tienen los perseguidos por regímenes dictatoriales, con la enorme excepción de los cubanos, de quedarse.

Con datos económicos demuestra que los inmigrantes aportan más a la economía que lo que sacan, y que la política de bajar salarios nos los favorece y en cambio beneficia a los empresarios, con la connivencia de los gobiernos. Y así sucesivamente. Es un libro claro, lúcido, que toma los argumentos que no comparte con seriedad y nunca insulta o estigmatiza a los contrarios. Aspira a ser leído por los trabajadores estadounidenses, víctimas de las campañas anti-inmigración de la prensa conservadora y los políticos de derecha.

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Para encontrarme con Avi Chomsky vine al pueblo costero de Salem, a un par de horas de Boston. Salem es famoso por las brujas: en 1692, en un delirio de fanatismo religioso, 25 mujeres fueron acusadas de brujería y ejecutadas. En 1955 se estrenó The  Crucible (Las brujas de Salem), una de las obras más conocidas y representadas del dramaturgo Arthur Miller. Miller transformó el juicio de los puritanos, donde los vecinos de Salem fueron obligados a declarar contra las supuestas brujas con torturas y bajo amenaza de ser acusados ellos también si no lo hacían, en una alegoría de los juicios por comunismo que el senador Joseph McCarthy estaba llevando a cabo en esos años. Desde entonces, la historia sobrevive como símbolo de la barbarie del fanatismo y la persecución, y Salem es visitado por millones de turistas, que se atiborran de souvenirs brujeriles.

El centro de la ciudad, donde está mi hotel, el legendario The Hawthorne, es un laberinto de callecillas donde ya nadie sabe cuáles son las auténticas casas coloniales y cuáles las modernas imitaciones. De los souvenirs no hay duda: casi todos los de plástico.

Aviva me pasa a buscar por The Hawthorne y vamos a tomar café a un bar universitario de las inmediaciones. Pedimos, para ponernos en tema, sendos ‘banana cakes’. Ella me cuenta de su implicación desde la adolescencia con los movimientos de izquierda, y en concreto con la lucha por los derechos de los trabajadores agrícolas mexicanos que llevó a cabo en los setenta el líder sindical César Chaves, a quien muchos consideran el Martin Luther King de los derechos de los inmigrantes latinos.

A los 18 años, en su primer año de universidad, Aviva ya participaba en campañas en las puertas de grandes cadenas de almacenes para que los clientes no compraran verduras de fincas que no aceptaran trabajadores afiliados al sindicato de Chávez. Acabado ese primer año de universidad, dejó las aulas y se incorporó a la lucha. “Fue mi momento de concientización en muchos sentidos; no pensaba en lo que querría hacer en el futuro, sino que vivía el presente”, me cuenta.

En 1987, vuelta a los estudios, Nicaragua atrapa su atención: ve en la lucha contra la dictadura de Somoza el afán de un pueblo pequeño por su liberación y la posibilidad de pelear dentro de Estados Unidos para que su gobierno cambie de política.

“Ni en esa época ni ahora sentí ninguna contradicción entre mis objetivos profesionales y mi trabajo político”, me aclara. Desde entonces, su trabajo para cambiar la política de su país en el mundo se centró en Latinoamérica, “porque era la región más afectada por los políticas norteamericanas”.

En lo académico, se vinculó con latinoamericanistas y por esa época le vino la idea de centrar su trabajo doctoral en la historia de la United Fruit Company. Quiso combinar su lucha política con la investigación asentándose en Nicaragua, pero pronto vio que no tendría las condiciones mínimas para trabajar, y se mudó a Costa Rica.

El tema en que la tesis de Aviva Chomsky innova y marca nuevas vías de investigación es en la relación entre la política de salud de la United Fruit Company y la cultura en ese sentido de los inmigrantes jamaiquinos.

En los documentos encontró un tema fascinante: la compañía se ufanaba de traer la salud, la ciencia, la modernidad al trópico, con sus hospitales, medicinas y médicos importados. Pero las organizaciones de trabajadores, sus líderes religiosos y muchos trabajadores y trabajadoras a nivel individual emprendieron una lucha para liberarse de ese sistema de salud. ¿Por qué estos trabajadores rechazaban el moderno sistema de salud de la compañía?

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Para la compañía, el problema central era la malaria: le hacía perder trabajadores y horas de trabajo, que era lo que le importaba. Pero no estaba dispuesta a emprender las reformas en las casas y habitaciones, en las horas de trabajo, en la alimentación y en las condiciones generales de vida que prevendrían esta enfermedad. Los blancos, bien alimentados y que vivían en sitios salubres y cómodos, casi no sufrían de malaria. A los trabajadores negros les recetaban quinina, pero sólo producía efectos secundarios nocivos: los beneficiosos funcionan cuando el cuerpo está sano.

Los médicos de la compañía, en cambio, promovían cambios de hábitos que iban directamente en contra de la cultura caribeña de las familias de los trabajadores, y en algunos casos, como su insistencia en darle a los bebés leche envasada traída de Estados Unidos en vez de leche materna, era un error médico.

El relato de Chomsky de la lucha, primero desorganizada e individual, luego más orgánica, de los trabajadores contra las imposiciones de salud de la compañía es un avance enorme en la historiografía bananera. Ataca directamente uno de los pocos logros obvios de los que la UFCO podía presumir, al constatar que su amplia y sistemática política de salud estaba basada en premisas equivocadas, tenía bases racistas y etnocentistas, y terminaba siendo ineficiente por no considerar la salud como un problema social.

A finales de los ochenta, Aviva se instaló un año y medio en Costa Rica, hurgó en archivos en San José y viajó muchas veces al Caribe.

“Me sorprendió el nivel de pobreza y destrucción que la compañía dejó de los lugares por donde había pasado”, me dice.

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Caminamos desde la cafetería hasta el puerto y bordeamos la bahía. Me cuenta que anoche estuvo enseñando inglés a un grupo de inmigrantes guatemaltecos, que trabaja en ayuda solidaria a grupos de derechos humanos de esos países, apoyo legal y de integración, como clases de idiomas, y que no ve su investigación como algo diferente de estas tareas de voluntaria y militante.

Sobre el agua, para aprovechar su paso, se alza aún la vieja fábrica textil de la ciudad, abandonada. Aquí trabajaban los inmigrantes colombianos que habían aprendido con las mismas máquinas en fábricas instaladas por la misma empresa en su país. Seguimos caminando y nos topamos con la enorme planta generadora de energía. “En los ochenta recibía carbón de minas de Colombia que destruían bosques, aldeas y dejaban a la gente con el único futuro posible de la emigración”, me explica.

Voy viendo claro esto de las historias laborales interrelacionadas: es como el cuento del aleteo de la mariposa en China que provoca un tsunami en Perú, pero contada por Karl Marx.  De la esquina del mural con García Márquez, Juan Luis Guerra y la maestra, seguimos camino hacia la casa de Avi y su familia.

Es una pequeña pero robusta casa de dos plantas, con piso de madera vieja y muebles rústicos, llena de libros y papales en las mesas, en el suelo, por los rincones. Avi se quita los zapatos y yo la imito. Va a un estante lleno de sus obras y me regala ejemplares de Linked Labor Histories y de They Take Our Jobs! Tiene varias copias de su libro de la UFCO en Costa Rica, pero yo ya lo había comprado por Internet, a precio de oro. 

En la sala hay un piano de madera percudida, vivida. Parece tan rústico como el banco de la cocina y el piso. Me acerco a ver qué aprenden a tocar sus hijos: una sonata de Mozart y Blowin’ in the wind, de Bob Dylan.

Desde la cocina me ofrece té. “¿Qué té quieres?”, me dice en su melodioso acento centroamericano, con un levísimo deje inglés.

Casi sin pensarlo, le digo: “Voy a escribir sobre vos, así que voy a tomar lo mismo que te sirvas, para conocerte mejor”.

Vuelve a sonreír, y aparece con dos jarros de cerámica artesanales. El té es negro, deliciosamente amargo, y nos lo tomamos sin azúcar, sin leche y sin quitar el saquitos. Así, con cada sorbo el sabor es más fuerte. 

Alberto Salcedo Ramos, el gran duende tropical de la crónica latinoamericana

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Cuenta Tomás Eloy Martínez, el gran autor de Santa Evita, que a finales de los sesenta formó parte de la delegación que esperó a Gabriel García Márquez en el aeropuerto de Buenos Aires, en la primera visita del gran colombiano a la ciudad donde acababan de publicarle Cien años de soledad. Ante los escritores australes, ceremoniosos y sobrios, apareció un torbellino de colores y verborragia. Con su camisa imposible y su gesticulación desbordada, Gabo se les apareció como el trópico hecho carne y verbo.

Me acordé de ese relato, que Martínez incluye en su antología La otra realidad, cuando conocí al mejor cronista colombiano actual, el excesivo e irresistible Alberto Salcedo Ramos.

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Lo conocí hace casi un año, en el encuentro en México de Nuevos Cronistas de Indias de la Fundación Nuevo Periodismo, la que fundó García Márquez. Era difícil no notarlo: Salcedo Ramos, un barranquillero picante, lucía camisas no aptas para daltónicos y disparaba más palabras por segundo que ninguno.

En México hablamos de la formación de nuevos cronistas. Me impactó su forma clara de referirse al valor de educar, y su generosidad al dar consejos a los veinteañeros. Lo volví a ver en Madrid. Secuestrado por la gripe, tomando un jugo de naranja tras otro, seguía siendo un huracán. La semana que viene, comeremos en Medellín. No veo la hora de escucharlo. Aunque en cierta forma, su voz me acompaña casi cada hora: en Facebook y en Twitter es tan “mudo” como en vivo. A cada rato, un chiste certero o un comentario ácido.  

Pero como su legendario compatriota, lo que hace memorable a Alberto Salcedo Ramos no es su “personaje”, sino su pluma. Sus dos últimos libros, que empezaron a regar su nombre entre los seguidores de la crónica en los países de habla hispana, muestran a un maestro original y riguroso.

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El oro y la oscuridad es un perfil emotivo y complejo del ex campeón de boxeo colombiano Kid Pambelé. En decenas de conversaciones con el ídolo caído, Salcedo se adentra en su adicción a la fama y su íntima fragilidad. Pero también entrevista en profundidad a su familia, a sus pocos amigos y sus muchos ex socios y promotores.

De este buceo sale con un cuadro inquietante de un boxeador único, que subió a la cima desde lo más bajo y volvió a bajar cuando sus puños perdieron fuerza. Y también con un análisis sobre el país donde Kid Pambelé pudo llenar la imaginación de dos generaciones.

La eterna parranda es, en cambio, una antología de crónicas breves sobre deportistas, cantantes y sorprendentes seres anónimos. No hay repetición, no hay fórmulas: los textos de Salcedo Ramos, publicados en revistas como Soho y Gatopardo, sorprenden, divierten y hacen pensar.

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Por ejemplo, Enemigos de sangre. Cuenta la historia de dos hermanos del interior profundo de su país. Uno se unió a la guerrilla de las FARC; el otro, a los paramilitares. La madre sufrió cada día de su ausencia, pero ambos volvieron con vida. Al desmovilizarse, comparten aula: para cobrar un magro subsidio, deben completar la educación básica y aprender respeto y valores.

Con esta historia, Salcedo Ramos construye un apasionante relato de hermanos angustiados ante la posibilidad de matarse entre sí, y que ahora inician juntos un incierto futuro. Es la historia de su país centrada en un puñado de personajes atrapados por la violencia. Y es la crónica desbordada y sobria de un gran maestro.